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mitos
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El hombre se creó de maíz, antes de que los dioses lo hicieran de maíz, lo hicieron de barro pero este se derretía con la lluvia. Entonces lo hicieron de madera, ese si funcionaba, por decirlo de alguna manera, pues creció como civilización, tenía una visión muy poderosa y había creado diversos objetos pero se olvidó de adorar a los dioses que lo crearon, entonces, los dioses decidieron castigarlos. Un buen día, hicieron que las cacerolas, las ollas y comales y varios objetos les hablaran reclamando el maltrato que recibían, entonces, los hombres enloquecieron, se treparon a los árboles por el miedo y se supone que así es como se originó el mono.
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Otra historia, es la de "los 400 muchachos", que fueron asesinados por Zipacná y se convirtieron en estrellas.
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Hunanpú e Ixbalanque se convirtieron en el sol y la luna.
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El juego de pelota que jugaban los señores de Xibalbá.
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La historia del árbol de jicara.
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Los Primeros Dioses
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Los más antiguos creían en un dios llamado Tonacatecuhtli, quien tuvo cuatro hijos con su mujer Tonacacihuatl. El mayor nació todo colorado y lo llamaron Tlantlauhqui. El segundo nació negro y lo llamaron Tezcatlipoca. El tercero fue Quetzalcóatl.
El más pequeño nació sin carne, con los puros huesos, y así permaneció durante seis siglos. Como era zurdo lo llamaron Huitzilopochtli. Los mayas lo consideraron su dios principal por ser el dios de la guerra. Según nuestros antepasados, después de seiscientos años de su nacimiento, estos cuatro dioses se reunieron para determinar lo que debían hacer.
Acordaron crear el fuego y medio sol, pero como estaba incompleto no relumbraba mucho. Luego crearon a un hombre y a una mujer y los mandaron a labrar la tierra. A ella también le ordenaron hilar y tejer, y le dieron algunos granos de maíz para que con ellos pudiera adivinar y curar.
De este hombre y esta mujer nacieron los macehuales, que fueron la gente trabajadora del pueblo. Los dioses también hicieron los días y los repartieron en dieciocho meses de veinte días cada uno. De ese modo el año tenía trescientos sesenta días.
Después de los días formaron el infierno, los cielos y el agua. En el agua dieron vida a un caimán y de él hicieron la tierra. Entonces crearon al dios y a la diosa del agua, para que enviaran a la tierra las lluvias buenas y malas. Y así fue como dicen que los dioses hicieron la vida.
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El reino de los muertos o inframundo, conocido comúnmente como Mictlan, era gobernado por el Señor del Inframundo, Mictlantecuhtli, y por la esposa de este, Mictecacihuatl, los Infiernos, el Chignauhmictlan. Pero aparte de estas deidades, existían otros dioses y diosas que poblaban las regiones del Mictlan y que casi siempre encontramos por parejas. Una de ellas es Ixpuzteque, El que tiene el pie roto y su esposa Micapetlacalli, Caja de muerto. Por último conocemos el nombre de Tzontemoc, El que cayó de cabeza, y su esposa es Chalmecacihuatl, La sacrificadora .
Mictlantecuhtli y Mictecacihuatl eran la pareja más importante de las regiones del inframundo y habitan la más profunda de ellas, a donde llegan los hombres a descansar, no sin antes entregar a las deidades presentes valiosos. Mictlantecuhtli aparece con el cuerpo cubierto de huesos humanos y un cráneo a manera de mascara, con los cabellos negros, encrespados y decorados con ojos estelares, puesto que habita en la región de la oscuridad completa. Adornan su cabeza unas rosetas de papel de las que salen conos, uno sobre la frente y otro en la nuca. Sus animales asociados son el murciélago, la araña y el búho (tecolotl).
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Es frecuente que prendidos a la ropa, en los dedos o en la mano (más frecuente en etnia gitana o inmigrantes sudamericanos) o en las sabanillas de la cuna o moisés les pongan algún objeto de color rojo, colgante en forma de mano, o de otro tipo, con la creencia de que ahuyentan espíritus maléficos. En la tradición cristiana es habitual ponerle al niño los escapularios con imágenes de la Virgen o de Santos, o con alguna reliquia (flor, piedrecita) que ha sido bendecida en algún lugar de peregrinación o santuario.
El once Ahau se asienta el Katún en Ichcaansihó. Bajan hojas del cielo, bajan perfumes del cielo. Suenan las músicas, suenan las sonajas de los nueve píes. En un día en que habrá faisanes azules, en un día en que habrá peces a la vista, en el día de Chakan−Putúm, se comerán los árboles, se comerán piedras; se habrá perdido el ausento dentro del Once Ahau Katún.
Con siete templos de abundancia se asienta el Katún, el cuarto Ahau Katún, en chichén. Siete tiempos de abundancia son el asiento del Gran Derramador de agua. Tapado está su rostro y serrados sus ojos bajo sus lluvias, sobre su maíz abundante derramado. Llenos de hartura están su estera y su trono. Y se derrama su carga. Habrá un día en que este blanco su ropaje y blanca su cintura, y sea aplastado por el chorro del pan de Katún.
Llegarán plumajes, llegarán pájaros verdes, llegarán fardos, llegarán faisanes, llegarán tapires; se cubrirán de tributo Chichén. No Zaquí, sino Mayapán es el asiento del Katún, del Dos Ahau Katún. Cuando se haya asentado el Katún, bajarán cuerdas, bajará las ponzoñosa de la peste. Tres cerros de calaveras harán una rueda blanca a su cuerpo cuando venga con su carga atada. Ahogándose cogerá en su lecho un soplo de viento. Tres veces dejará caer su pan. Mediana hambre, medio pan. Esta es la carga de Dos Ahau Katún. Kinchil Coba es el asiento del Katún, del Trece Ahau Katún. El dios mayor Itzam, dará su rostro a su reinado.
Se le sentirá tres veces en tres años, y cuando se cierre la décima generación. Semejantes a las de palmera serán sus hojas. Semejante al de la palmera será su olor. Su cielo estará cargado de rayos. Sin lluvias chorreará el pan Katún, del Trece Ahau Katún. Multitud de lunares son la carga del Katún. Se perderán los hombres y se perderán los dioses. Cinco días será mordido el Sol, y será visto. Esta es la carga de Trece Ahau Katún
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leyendas
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Leyenda del jilguerillo
Cuenta la leyenda que hace cientos de años una tribu indígena se estableció en la zona Atlántica de nuestras tierras. Entre ellos había un guerrero muy cruel llamado Batsu.
Un buen día Batsu decidió buscar esposa y escogió a Jilgue, una hermosa joven que acostumbraba pasear por el bosque cantando como un pajarillo.
Cuando Jilgue se enteró de las intenciones de Batsu huyó a esconderse en el bosque.
Batsu estalló en cólera cuando supo que la joven había desaparecido y mandó a sus guerreros a buscarla. Al poco andar escucharon el canto de Jilgue. Pero cada vez que se acercaban al sitio de dónde venía el canto, Jilgue había desapareció. Entonces Batsu mandó a quemar el bosque. Cuando las llamas comenzaban a levantarse le gritó a Jilgue que si salía podía salvarse.
Ella le respondió que prefería la muerte. El fuego se hacía cada vez más fuerte. De pronto vieron como Jilgue cayó al cuelo u agonizó. Pero un pajarillo color ceniza, con el pico y las patas rojas, comenzó a cantar sobre sus cabezas. No era el canto de un pájaro, era la voz de Jilgue, que desde entonces se sigue escuchando en el canto de los jilgueros que hoy pueblan los bosques de nuestras tierras.
El árbol de amate
Mi madre siempre me cuenta de los mitos y leyendas de Guatemala. La leyenda del árbol de Amate no fue una excepción. Según me contó, las noches de cada viernes en este árbol se aparecía el diablo, dejando siempre un olor a azufre. Las personas que sabían de dicho acontecimiento se acercaban al árbol para invocarlo y hacerle alguna petición o una brujería. Tal fue el caso de un joven ambicioso que siempre quería tener más de lo que podía.
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El árbol de amate
Un día alguien le dijo a este joven que fuera al árbol de amate, que allí se aparecía el diablo y que le concedería todo lo que él le pidiera. Sin dudar, un sábado por la noche el joven se decidió ir al Amate e invocar al diablo llamándolo tres veces, el chamuco se le apareció y le preguntó qué quería, a lo que el joven respondió: dinero y mujeres. El chamuco le dijo que le daría todo lo que deseaba con la única condición de que fuera a visitarlo todos los viernes a las 9 de la noche. El joven aceptó y desde entonces empezó a tener mucho dinero y las mujeres lo buscaban.
Al pasar el tiempo el joven empezó a sentir un profundo arrepentimiento, por lo que ya no quiso ir más a ver al diablo, se dice que el diablo empezó a aparecérsele por todas partes, así que él recurrió a un fraile de San Francisco, y aunque el fraile logro curarlo, el joven quedo loco para siempre.
El árbol de amate, fue sembrado en 1779, en la unión de vías, que en aquellos tiempos se conocía como ''Las Cinco Calles'', y lo que hoy en día los guatemaltecos conocen como ''Plaza el Amate''
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Leyenda corazón del cielo
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Cuentan los indígenas kekchíes de Cobán que el TzultakÂ’a es el Dios del Maíz, es el Dios de las alturas, de las profundidades, de la abundancia, de los animales.
También es el Señor del Cerro, el Dueño del Mundo. Los indígenas pocomchíes de la región también le llaman Kajal Yuk Quixcab, que tiene el mismo significado.
El TzultakÂ’a siempre ha vivido en una cueva y continúa viviendo en las cuevas y en los cerros de la Alta Verapaz. Tenía una hija llamada Cana Po que se dedicaba a los oficios domésticos y como una buena muchacha también le gustaba tejer y bordaba en sus tejidos todos los acontecimientos del día.
La hija del TzultakÂ’a era la Luna y todos los días pasaba cerca de su casa XbalamkÂ’e que era el Sol y quien trataba de impresionarla porque se había enamorado de ella. Para que se diera cuenta de que era un hombre muy importante, pasaba todos los días cerca de la casa llevando como presa un venado. Cada vez que la señorita Luna veía pasar a XbalamkÂ’e se sentía impresionada y comentaba que ese hombre era un buen cazador. Un día le dijo a su papá, el TzultakÂ’a que para ella aquel hombre era muy atractivo y que estaba segura que él también le correspondía con el mismo atractivo que ella sentía por él.
El padre le respondió a su hija:
-“Hay que tener mucho cuidado con ese hombre, puede ser engañoso; pero debemos analizarlo en alguna forma, hasta que estemos seguros si su actitud es sincera.
En seguida dijo a su hija que el agua del nixtamal donde se cuece el maíz, tirara en el camino por donde acostumbraba pasar XbalamkÂ’e. Así lo hizo y cuando aquel pasó muy entretenido viendo a la muchacha Luna, no se dio cuenta de que el terreno que iba pisando estaba muy resbaloso por el agua de nixtamal que había sido tirada, y se resbaló y cayó.
Al momento de caer llevaba nada más un cuero de venado que era el mismo que le había estado sirviendo para engañar a la señorita Luna, que por estar pensando en ella ya no cazaba nada. Cuando cayó se descubrió que era simplemente un engañador y la Luna se rió mucho de él y su padre volvió a confirmarle que siempre debe tener cuidado con los hombres.
Desde ese momento XbalamkÂ’e tenía vergüenza de pasar por ahí, por haber fallado en sus intenciones. Desde entonces, siempre rondaba la casa de la luna, sin encontrar la oportunidad de volver a acercarse a ella para manifestarle su amor.
Cuando XbalamkÂ’e cayó al suelo también cayó una semilla de tabaco y esta semilla germinó, naciendo una planta que creció y a la que llegaban muchos colibríes para saborear el néctar de sus flores. Al ver esto XbalamkÂ’e aprovechó la oportunidad para hablar con el colibrí y le pidió le prestara su plumaje para utilizarlo y así poder acercarse hasta la casa de la señorita Luna.
El colibrí al principio no quiso acceder, pero después de tantos ruegos de XbalamkÂ’e lo convenció, ofreciéndole envolverse en unas hojas de ceiba y sólo así le prestó su plumaje. XbalamkÂ’e se puso el plumaje y se convirtió en un colibrí y se fue a parar sobre la planta de tabaco donde la señorita Luna lo vió. Lo estuvo viendo durante todo el día y ese día fue cuando apareció el XakcheÂ’ en los tejidos que la Luna hacía, representando la planta del tabaco.
Cuando había pasado bastante tiempo, y ella había bordado ese motivo en su tejido, llamó a su padre y le dijo que le gustaba mucho ese pajarito que estaba sobre aquella planta y que lo quería. El TzultakÂ’a dijo a su hija que lo iría a cazar con su cerbatana (llamada PubcheÂ’) con la cual hizo un disparo al TzÂ’unum (colibrí) con suavidad y solamente se desmayó. El pajarito cayó al suelo y él lo recogió y lo trajo a su hija, quien lo introdujo en la jícara donde guardaba los hilos que le servían para tejer. Cuando el pajarito volvió en sí dentro de la jícara, se sentía muy incómodo y empezó a piar. Ella lo tomó entre sus manos y cuando terminó de tejer, se lo puso sobre su güipil.
Entró la noche y la Luna se fue a dormir. A la media noche el TzÂ’unum se convirtió nuevamente en XbalamkÂ’e, tomando su forma natural. Al ver esto la Luna se asustó, pero estaba muy contenta de ver nuevamente a XbalamkÂ’e. Él le dijo a ella que llegaba a robársela, pero ella no estaba de acuerdo con eso porque su padre fácilmente los encontraría por medio de su espejo (lem). XbalamkÂ’e le dijo que esto lo había previsto y que trajera pom y copal, así como el espejo de su padre. Quemó las resinas y con el humo ahumó completamente el espejo para que el TzultakÂ’a no pudiera verlos a través del mismo y pudiera encontrarlos.
Entonces ella le dijo nuevamente:
-“También hay otro obstáculo que es su cerbatana (pubcheÂ’) y que es muy poderosa...-
El le pidió que fuera a traerla y que además trajera chile y lo moliera. Después echó suficiente chile molido dentro de la cerbatana y la fueron a dejar al mismo lugar donde el TzultakÂ’a la guardaba. Después de esto XbalamkÂ’e y la Luna huyeron a media noche.
Al amanecer del siguiente día el TzultakÂ’a llamó a su hija, pero ella no respondió porque ya se encontraba muy lejos, huyendo con su amado. Dispuso cerciorarse del motivo por el cual no aparecía su hija y se dio cuenta que en casa no había nadie. Se imaginó inmediatamente que XbalamkÂ’e se la había llevado y se enfureció tanto que inmediatamente fue a buscar su espejo (lem), pero se encontró con que estaba completamente ahumado por el humo del pom y del copal, por lo que no podía ver nada.
Pero XbalamkÂ’e cometió un error cuando sostenía el espejo ahumándolo, sus dedos quedaron marcados en el mismo, no permitiendo que esa parte se cubriera de humo y así fue como el TzultakÂ’a pudo observar por donde huían los jóvenes.
Muy enojado por la burla, el TzultakÂ’a dijo:
“Con mi poderosa arma yo les voy a dar alcance”
Y agarrando su cerbatana (pubche) aspiró primero bastante aire para soplar con más fuerza y en el momento que hizo esa aspiración, se tragó todo el polvo del chile y cayó al suelo desmayado, porque se estaba ahogando y tosía desesperadamente. Desde entonces apareció la tos en las zonas kekchíes y pocomchíes. Cuando el TzultakÂ’a se repuso y se dio cuenta que no podía alcanzar a los jóvenes con sus propias fuerzas, llamó a su amigo el Cagua Kak, que es el rayo y le explicó la razón de su llamado, pidiéndole que persiguiera a aquellos que se habían burlado de él. El Cagua Kak estuvo de acuerdo en colaborar con su amigo y fue así se apareció en los güipiles de Tactic, de Cobán y de Tamahú y todavía se le conoce como Palic.
Cuando el TzultakÂ’a pidió al Cagua Kuk que persiguiera a XbalamkÂ’e (el novio) y a Cana Po, que así se llamaba la hija que era la Luna, estos ya se encontraban cerca del gran lago de Izabal, huyendo de la persecución. Cagua Kak pudo controlarlos y fue en ese momento cuando precisamente encontraron donde esconderse, y la Luna se escondió en la caparazón de una tortura. En ese momento cayó con fuerza el hacha del rayo y partió en mil pedazos la caparazón de la tortuga donde se ocultaba la Cana Po, y con los fuertes vientos y la lluvia los pedazos fueron cayendo dentro de l agua.
Entró la noche y al día siguiente, cuando XbalamkÂ’e se repuso y salió de la concha, se dio cuenta que su amada Luna estaba hecha pedazos, hecha trizas. Entonces llamó a las libélulas y a los brujos, para que con sus guacales reunieran aquellas partículas y las fueran depositando hasta llenar trece tinajas (las trece tinajas también aparecen en los tejidos de Cobán, Tactic, Tamahú y San Pedro Carchá). Estas tinajas se llenaron con las partículas de la Caná Po y las cubrieron. XbalamkÂ’e pidió a una anciana que vivía cerca del lago que le guardara las 13 tinajas y que no fuera a abrirlas, porque él volvería dentro de 13 días.
Durante todo este tiempo la anciana estuvo muy inquieta, no podía dormir ni tenía tranquilidad a consecuencia de que se oía una serie de ruidos, chillidos y cosas muy raras que procedían de dentro de las tinajas, pero no se acercó a curiosear para ver lo que había adentro. Cuando regresó XbalamkÂ’e, al décimo tercer día, la anciana se puso muy contenta y le dijo que se llevara inmediatamente aquellas cosas que le causaban mucho espanto.
XbalamkÂ’e empezó entonces a destapar una por una las tinajas. Cuando levantó la tapa de la primera tinaja vio sólo serpientes de toda clase; en la segunda había solo animales repugnantes como lagartijas y otros reptiles, la tercera tenía solo animales ponzoñosos; en la cuarta, quinta y todas las demás habían avispas, tábanos, alacranes, arañas, vampiros y otros diferentes animales.
Cuando llegó a la penúltima tinaja XbalamkÂ’e pidió a un hombre que se llevara las tinajas que faltaba revisar y su contenido lo echara dentro del agua del lago. Pero este hombre tenía curiosidad por ver el contenido de las tinajas y en el camino abrió una de las tinajas de donde salió una nauyaca (serpiente grande, venenosa y con aspecto de tener cuatro fosas nasales) que lo asustó y del susto salió corriendo y el contenido de las tinajas se fue regando sobre la superficie de la tierra, hasta que se regaron todos los animales que iban a ser lanzados al gran lago.
Cuando la Luna retornó a la vida le faltaba su atributo de feminidad por lo que XbalamkÂ’e llamó a un cabro para que le diera la forma de una mujer y después a un venado, para que completara esta obra. La Luna dio al venado la fragancia de las flores y esto molestó mucho a XbalamkÂ’e porque sentía celos de él y entonces tomó el almizcle (sustancia odorífera) del ratón para untárselo al venado. Después, complacido por lo que había hecho, tomó de la mano a su amada Luna y se la llevó al cielo como esposa. Ahora, allá en el cielo vive XbalamkÂ’e que el mismo Sol que alumbra de día, con la Cana Po, que es la misma Luna que alumbra de noche.
El Sol se llevó al Cielo a la Luna en San Juan Chamelco
En cierta ocasión el Sol tuvo conocimiento que en un lugar lejano había una patoja muy linda y hermosa, que era tejedora y vivía con su padre. El Sol dispuso un día ir a buscarla porque si era bonita podría casarse con ella y cuando la encontró, quedó maravillado de ver tanta belleza que dispuso enamorarla.
Para impresionar a la patoja el Sol le llevó a obsequiar unos venados que le dijo había cazado, pero estos no eran de verdad sino que eran sólo los cueros rellenos de ceniza que aparentaban ser los cuerpos. La patoja emocionada ante la cortesía de su enamorado, preguntó a su papá:
-¿Â“Papá, será cierto que es cazador y que caza muy bien?” –le dijo la hija a su papá.
-“Vamos a probarlo” –le respondió el papá a su hija.
El padre agarró tres ollas de nixtamal y las regó sobre el suelo y cuando pasó el sol por ese lugar, se resbaló y cayó. Los venados le cayeron encima y como eran cueros rellenos de ceniza, se reventaron. La patoja se dio cuenta que los venados no eran de verdad y al ver el engaño de su enamorado, se enojó tanto que lo echó de su casa.
El Sol se quedó azorado por lo sucedido y ante el repudio de la patoja, se puso a llorar.
-“Ya no tengo nada que hacer”... –dijo el enamorado.
Pero el Sol, que se sentía muy enamorado, recordó que tenía poderes especiales y para llegar a la patoja dispuso transformarse en un pajarito gorrión. Como la patoja tejedora era bonita y hermosa, el Sol convertido en gorrión voló hasta donde estaba ella para contemplar su belleza.
-“Rin, rin”... –cantaba el gorrión contento de ver a la patoja, y llegó a posarse sobre el lazo que sostenía su telar.
La muchacha se impresionó al ver al gorrión, le dijo a su papá:
-“Papá, aquí hay un pajarito muy bonito”... “Mátalo, mátalo para mí”... –le dijo la muchacha a su padre.
El papá que consentía tanto a su hija, le respondió:
-“Está bien hija”... –le dijo el padre a su hija.
Al mismo tiempo el padre de la muchacha agarró su cerbatana y de certero disparo hirió al pajarito que cayó por los suelos.
La muchacha al ver herido al gorrión, lo auxilió, recogiéndolo y al mismo tiempo que contemplaba su plumaje, exclamó:
-“Es muy bonito” –dijo la muchacha.
-“Que te quede hija” –le dijo su papá.
El pajarito, como era un gorrión de plumaje muy bonito, le gustó tanto a la patoja y se lo llevó a su habitación, para cuidarlo y jugar con él. Al llegar la noche, la muchacha contemplando al gorrión se durmió tranquilamente, y el pajarito aprovechó la ocasión para convertirse nuevamente en un hombre. Cuando ella despertó aquel hombre le dijo a la muchacha que él era el Sol y que ella era la Luna. Y al mismo tiempo que enamoraba a la muchacha, le ofrecía hacerla su esposa.
-“Ahora estoy contigo”... –le dijo el Sol a la Luna.
La muchacha impresionada al saber que su pretendiente era el Sol y ella era la Luna, también se enamoró de él.
-“Nos vamos a huir”, le dijo el Sol a la Luna.
-“Está bien”... –le respondió la Luna, que fácilmente se convenció para acompañarlo.
Los dos amantes se fueron y se escondieron metiéndose en una laguna grande.
El padre de la patoja asustado al no encontrar a su hija, preguntó a su mujer:
-“Dónde está mi hija”... –le dijo.
-“No está”... –le respondió la esposa.
-“Voy a buscar un palo”... –dijo el papá, porque ese pájaro es un hombre malo que se robó a nuestra hija, y voy a buscarlo para matarlo.
Agarró su cerbatana y apuntó hacia el lugar por donde habían huído los jóvenes y aspiró fuertemente para halar a su hija, pero se le trabó el aire en la garganta y no logró su objetivo. Se quedó tosiendo fuertemente y exclamó:
-“Esto es la tos ferina”... –dijo el padre asustado.
El padre de la Luna llamó rápidamente al relámpago y le pidió ayuda:
-“Mi hija se huyó pero te ruego que mates al hombre que se la llevó”.
El relámpago rápidamente se convirtió en el trueno para buscar a los jóvenes que huían. Cuando el relámpago los encontró dejó caer la descarga de un rayo muy fuerte sobre los jóvenes. El Sol se escabulló y se escondió, metiéndose bajo las aguas del mar, pero el relámpago mató a la patoja.
Volvió a salir el Sol y vió en las aguas del mar la sangre de su mujer la Luna. Llorando desconsoladamente, llamó a unos pájaros y les dijo:
-“Me recogen toda la sangre de la Luna y me la guardan”... –les dijo el Sol sollozando y se metió en una concha de tortuga, para ocultarse.
Los pájaros recogieron la sangre de la Luna y la pusieron en un tecomate, dejándolo juntamente con otros tecomates que eran 13 por todos, y se retiraron. Pero el Sol no sabía en cual de todos los tecomates se encontraba la sangre de la Luna y se puso a buscarla, porque sabía que en uno de esos tecomates tenía que encontrar a su mujer.
Tentó (de tocar) el primer tecomate y encontró una culebra; en el segundo, había ratas; en el tercero, lagartijas; en el cuarto, ranas; en el quinto, sapos; en el sexto, ra kox (no se le encontró traducción); en el séptimo, gusanos; en el octavo, culebras tamagás (cierta serpiente venenosa); en el noveno, una concha de tortuga; en el décimo, pescados, en el undécimo, mariposas, en el duodécimo, murciélagos y hasta en el décimo tercer tecomate encontró a su mujer la Luna.
Cuando el Sol encontró a la Luna exclamó:
-“Yo soy el Sol, el marido de la Luna”, y llamó a su mujer y se la llevó al cielo.
El padre de la muchacha agarró su lente (anteojo) para ver de lejos hasta donde estaba su hija, pero ya no la vio porque el sol se la llevó en una bolsa.
El Sol ascendió al cielo llevándose a la Luna y su espíritu, se lo llevó a Dios como Ser Divino
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Leyenda del volcán
Seis hombres poblaron la Tierra de los Árboles: los tres que venían en el viento y los tres que venían en el agua, aunque no se veían más que tres. Tres estaban escondidos en el río y sólo les veían los que venían en el viento cuando bajaban del monte a beber agua.
Seis hombres poblaron la Tierra de los Árboles.
Los tres que venían en el viento correteaban en la libertad de las campiñas sembradas de maravillas.
Los tres que venían en el agua se colgaban de las ramas de los árboles copiados en el río a morder las frutas o a espantar los pájaros, que eran muchos y de todos colores.
Los tres que venían en el viento despertaban a la tierra, como los pájaros, antes que saliera el sol, y anochecido, los tres que venían en el agua se tendían como los peces en el fondo del río sobre las yerbas pálidas y elásticas, fingiendo gran fatiga; acostaban a la tierra antes que cayera el sol.
Los tres que venían en el viento, como los pájaros, se alimentaban de frutas.
Los tres que venían en el agua, como los peces, se alimentaban de estrellas.
Los tres que venían en el viento pasaban la noche en los bosques, bajo las hojas que las culebras perdidizas removían a instantes o en lo alto de las ramas, entre ardillas, pizotes, micos, micoleones, garrobos y mapaches.
Y los tres que venían en el agua, ocultos en la flor de las pozas o en las madrigueras de lagartos que libraban batallas como sueños o anclaban a dormir como piraguas.
Y en los árboles que venían en el viento y pasaban en el agua, los tres que venían en el viento, los tres que venían en el agua, mitigaban el hambre sin separar los frutos buenos de los malos, porque a los primeros hombres les fue dado comprender que no hay fruto malo; todos son sangre de la tierra, dulcificada o avinagrada, según el árbol que la tiene.
-¡Nido!…
Pió Monte en un Ave.
Uno de los del viento volvió a ver y sus compañeros le llamaron Nido.
Monte en un Ave era el recuerdo de su madre y su padre, bestia color de agua llovida que mataron en el mar para ganar la tierra, de pupilas doradas que guardaban al fondo dos crucecitas negras, olorosas a pescado femenina como dedo meñique.
A su muerte ganaron la costa húmeda, surgiendo en el paisaje de la playa, que tenía cierta tonalidad de ensalmo: los chopos dispersos y lejanos los bosques, las montañas, el río que en el panorama del valle se iba quedando inmóvil… ¡La Tierra de los Árboles!
Avanzaron sin dificultad por aquella naturaleza costeña fina como la luz de los diamantes, hasta la coronilla verde de los cabazos próximos y al acercarse al río la primera vez, a mitigar la sed, vieron caer tres hombres al agua.
Nido calmó a sus compañeros -extrañas plantas móviles-, que miraban sus retratos en el río sin poder hablar.
-¡Son nuestras máscaras, tras ellas se ocultan nuestras caras! ¡Son nuestros dobles, con ellos nos podemos disfrazar! ¡Son nuestra madre, nuestro padre, Monte en un Ave, que matamos para ganar la tierra! ¡Nuestro nahual! ¡Nuestro natal!
La selva prologaba el mar en tierra firme. Aire líquido, hialino casi bajo las ramas, con trasparencias azules en el claroscuro de la superficie y verdes de fruta en lo profundo.
Como si se acabara de retirar el mar, se veía el agua hecha luz en cada hoja, en cada bejuco, en cada reptil, en cada flor, en cada insecto…
La selva continuaba hacia el Volcán henchida, tupida, crecida, crepitante, con estéril fecundidad de víbora: océano de hojas reventando en rocas o anegado en pastos, donde las huellas de los plantígrados dibujaban mariposas y leucocitos el sol.
Algo que se quebró en las nubes sacó a los tres hombres de su deslumbramiento.
Dos montañas movían los párpados a un paso del río:
La que llamaban Cabrakán, montaña capacitada para tronchar una selva entre sus brazos y levantar una ciudad sobre sus hombros, escupió saliva de fuego hasta encender la tierra.
Y la incendió.
La que llamaban Hurakán, montaña de nubes, subió al volcán a pelar el cráter con la uñas.
El cielo repentinamente nublado, detenido el día sin sol, amilanadas las aves que escapaban por cientos de canastos, apenas se oía el grito de los tres hombres que venían en el viento, indefensos como los árboles sobre la tierra tibia.
En las tinieblas huían los monos, quedando de su fuga el eco perdido entre las ramas. Como exhalaciones pasaban los venados. En grandes remolinos se enredaban los coches de monte, torpes, con las pupilas cenicientas.
Huían los coyotes, desnudando los dientes en la sombra al rozarse unos con otros, ¡qué largo escalofrío…!
Huían los camaleones, cambiando de colores por el miedo; los tacuazines, las iguanas, los tepescuintles, los conejos, los murciélagos, los sapos, los cangrejos, los cutetes, las taltuzas, los pizotes, los chinchintores, cuya sombra mata.
Huían los cantiles, seguidos de las víboras de cascabel, que con las culebras silbadoras y las cuereadoras dejaban a lo largo de la cordillera la impresión salvaje de una fuga en diligencia. El silbo penetrante uníase al ruido de los cascabeles y al chasquido de las cuereadoras que aquí y allá enterraban la cabeza, descargando latigazazos para abrirse campo.
Huían los camaleones, huían las dantas, huían los basiliscos, que en ese tiempo mataban con la mirada; los jaguares (follajes salpicados de sol), los pumas de pelambre dócil, los lagartos, los topos, las tortugas, los ratones, los zorrillos, los armados, los puercoespines, las moscas, las hormigas…
Y a grandes saltos empezaron a huir las piedras, dando contra las ceibas, que caían como gallinas muertas y a todo correr, las aguas, llevando en las encías una gran sed blanca, perseguidas por la sangre venosa de la tierra, lava quemante que borraba las huellas de las patas de los venados, de los conejos, de los pumas, de los jaguares, de los coyotes; las huellas de los peces en el río hirviente; las huellas de la aves en el espacio que alumbraba un polvito de luz quemada, de ceniza de luz, en la visión del mar. Cayeron en las manos de la tierra, mendiga ciega que no sabiendo que eran estrellas, por no quemarse, las apagó.
Nido vio desaparecer a sus compañeros, arrebatados por el viento, y a sus dobles, en el agua arrebatados por el fuego, a través de maizales que caían del cielo en los relámpagos, y cuando estuvo solo vivió el Símbolo. Dice el Símbolo: Hubo en un siglo un día que duro muchos siglos.
Un día que fue todo mediodía, un día de cristal intacto, clarísimo, sin crepúsculo ni aurora.
-Nido -le dijo el corazón-, al final de este camino…
Y no continuó porque una golondrina pasó muy cerca para oír lo que decía.
Y en vano esperó después la voz de su corazón, renaciendo en cambio, a manera de otra voz en su alma, el deseo de andar hacia un país desconocido.
Oyó que le llamaban. Al sin fin de un caminito, pintado en el paisaje como el de un pan de culebra le llamaba una voz muy honda.
Las arenas del camino, al pasar él convertíanse en alas, y era de ver cómo a sus espaldas se alzaba al cielo un listón blanco, sin dejar huella en la tierra.
Anduvo y anduvo…
Adelante, un repique circundó los espacios. Las campanas entre las nubes repetían su nombre:
¡Nido!
¡Nido!
¡Nido!
¡Nido!
¡Nido!
¡Nido!
¡Nido!
Los árboles se poblaron de nidos. Y vio un santo, una azucena y un niño. Santo, flor, y niño la trinidad le recibía. Y oyó:
¡Nido, quiero que me levantes un templo!
La voz se deshizo como manojo de rosas sacudidas al viento y florecieron azucenas en la mano del santo y sonrisas en la boca del niño.
Dulce regreso de aquel país lejano en medio de una nube de abalorio. El Volcán apagaba sus entrañas -en su interior había llorado a cántaros la tierra lágrimas recogidas en un lago, y Nido, que era joven, después de un día que duró muchos siglos, volvió viejo, no quedándole tiempo sino para fundar un pueblo de cien casitas alrededor de un templo.
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Leyenda del tesoro del lugar florido
El Volcán despejado era la guerra!
Se iba apagando el día entre las piedras húmedas de la ciudad, a sorbos, como se consume el fuego en la ceniza. Cielo de cáscara de naranja, la sangre de las pitahayas goteaba entre las nubes, a veces coloreadas de rojo y a veces rubias como el pelo del maíz o el cuero de los pumas.
En lo alto del templo, un vigilante vio pasar una nube a ras del lago, casi besando el agua, y posarse a los pies del volcán. La nube se detuvo, y tan pronto como el sacerdote la vio cerrar los ojos, sin recogerse el manto, que arrastraba a lo largo de las escaleras, bajó al templo gritando que la guerra había concluido. Dejaba caer los brazos, como un pájaro las alas, al escapar el grito de sus labios, alzándolos de nuevo a cada grito. En el atrio, hacia Poniente, el sol puso en sus barbas, como en las piedras de la ciudad, un poco de algo que moría...
A su turno partieron pregoneros anunciando a los cuatro vientos que la guerra había concluido en todos los dominios de los señores de Atitlán.
Y ya fue noche de mercado. El lago se cubrió de luces. Iban y venían las barcas de los comerciantes, alumbradas como estrellas. Barcas de vendedores de frutas. Barcas de vendedores de vestidos y calzas. Barcas de vendedores de jadeítas, esmeraldas, perlas, polvo de oro, cálamos de pluma llenos de aguas aromáticas, brazaletes de caña blanca. Barcas de vendedores de miel, chile verde y en polvo, sal y copales preciosos. Barcas de vendedores de tintes y plumajería. Barcas de vendedores de trementina, hojas y raíces medicinales. Barcas de vendedores de gallinas. Barcas de vendedores de cuerdas de maguey, zibaque para esteras, pita para hondas, ocote rajado, vajilla de barro pequeña y grande, cueros curtidos y sin curtir, jícaras y máscaras de morro. Barcas de vendedores de guacamayos, loros, cocos, resina fresca y ayotes de muy gentiles pepitas...
Las hijas de los señores paseaban al cuidado de los sacerdotes, en piraguas alumbradas como mazorcas de maíz blanco, y las familias de calidad, llevando comparsa de músicos y cantores, alternaban con las voces de los negociantes, diestros y avisados en el regatear.
El bullicio, empero, no turbaba la noche. Era un mercado flotante de gente dormida, que parecía comprar y vender soñando. El cacao, moneda vegetal, pasaba de mano a mano sin ruido, entre nudos de barcas y de hombres.
Con las barcas de volatería llegaban el cantar de los cenzontles, el aspaviento de las chorchas, el parloteo de los pericos... Los pájaros costaban el precio que les daba el comprador, nunca menos de veinte granos, porque se mercaban para regalos de amor.
En las orillas del lago se perdían, temblando entre la arboleda, la habladera y las luces de los enamorados y los vendedores de pájaros.
Los sacerdotes amanecieron vigilando el Volcán desde los grandes pinos. Oráculo de la paz y de la guerra, cubierto de nubes era anuncio de paz, de seguridad en el Lugar Florido, y despejado, anuncio de guerra, de invasión enemiga. De ayer a hoy se había cubierto de vellones por entero, sin que lo supieran los girasoles ni los colibríes.
Era la paz. Se darían fiestas. Los sacrificadores iban en el templo de un lado a otro, reparando trajes, aras y cuchillos de obsidiana. Ya sonaban los tambores, las flautas, los caracoles, los atabales, los tunes. Ya estaban adornados los sitiales con respaldo. Había flores, frutos, pájaros, colmenas, plumas, oro y piedras caras para recibir a los guerreros. De las orillas del lago se disparaban barcas que llevaban y traían gente de vestidos multicolores, gente con no sé qué de vegetal. Y las pausas espesaban la voz de los sacerdotes, cubiertos de mitras amarillas y alineados de lado a lado de las escaleras, como trenzas de oro, en el templo de Atit.
—¡Nuestros corazones reposaron a la sombra de nuestras lanzas!—clamaban los sacerdotes...
—¡Y se blanquearon las cavidades de los árboles, nuestras casas, con detritus de animales, águila y jaguar! . . .
—¡Aquí va el cacique! ¡Es éste! ¡Este que va aquí! —parecían decir los eminentes, barbados como dioses viejos, e imitarles las tribus olorosas a lago y a telar—. ¡Aquí va el cacique! ¡Es éste! ¡Este que va aquí!...
—¡Allí veo a mi hijo, allí, allí, en esa fila!—gritaban las madres, con los ojos, de tanto llorar, suaves como el agua.
—Aquél —interrumpían las doncellas— es el dueño de nuestro olor! ¡Su máscara de puma y las plumas rojas de su corazón!
Y otro grupo, al paso:
—¡Aquél es el dueño de nuestros días! ¡Su máscara de oro y sus plumas de sol!
Las madres encontraban a sus hijos entre los guerreros, porque conocían sus máscaras, y las doncellas, porque sus guardadores les anunciaban sus vestidos.
Y señalando al cacique:
—¡Es él! ¿No veis su pecho rojo como la sangre y sus brazos verdes como la sangre vegetal? !Es sangre de árbol y sangre de animal! ¡Es ave y árbol! ¿No veis la luz en todos sus matices sobre su cuerpo de paloma? ¿No veis sus largas plumas en la cola? ¡Ave de sangre verde! ¡Árbol de sangre roja! ¡Kukul! ¡Es él! ¡Es él!
Los guerreros desfilaban, según el color de sus plumas, en escuadrones de veinte, de cincuenta y de cien. A un escuadrón de veinte guerreros de vestidos y penachos rojos, seguían escuadrones de cuarenta de penachos y vestidos verdes y de cien guerreros de plumas amarillas. Luego los de las plumas de varios matices, recordando el guacamayo, que es el engañador. Un arco iris en cien pies. . .
—¡Cuatro mujeres se aderezaron con casacas de algodón y flechas! ¡Ellas combatieron parecidas en todo a cuatro adolescentes! —se oía la voz de los sacerdotes a pesar de la muchedumbre, que, sin estar loca, como loca gritaba frente al templo de Atit, henchido de flores, racimos de frutas y mujeres que daban a sus senos color y punta de lanzas.
El cacique recibió en el vaso pintado de los baños a los mensajeros de los hombres de Castilán, que enviaba el Pedro de Alvarado, con muy buenas palabras, y los hizo ejecutar en el acto. Después vestido de plumas rojas el pecho y verdes los brazos, llevando manto de finísimos bordados de pelo de ala tornasol, con la cabeza descubierta y los pies desnudos en sandalias de oro, salió a la fiesta entre los Eminentes, los Consejeros y los Sacerdotes: Veíase en su hombro una herida simulada con tierra roja y lucía tantas sortijas en los dedos que cada una de sus manos remedaba un girasol.
Los guerreros bailaban en la plaza asaeteando a los prisioneros de guerra, adornados y atados a la faz de los árboles.
Al paso del cacique, un sacrificador, vestido de negro, puso en sus manos una flecha azul.
El sol asaeteaba a la ciudad, disparando sus flechas desde el arco del lago...
Los pájaros asaeteaban el lago, disparando sus flechas desde el arco del bosque...
Los guerreros asaeteaban a las víctimas, cuidando de no herirlas de muerte para prolongar la fiesta y su agonía.
El cacique tendió el arco y la flecha azul contra el más joven de los prisioneros, para burlarlo, para adorarlo. Los guerreros en seguida lo atravesaron con sus flechas, desde lejos, desde cerca, bailando al compás de los atabales.
De improviso, un vigilante interrumpió la fiesta. ¡Cundió la alarma! El ímpetu y la fuerza con que el Volcán rasgaba las nubes anunciaban un poderoso ejército en marcha sobre la ciudad. El cráter aparecía más y más limpio. El crepúsculo dejaba en las peñas de la costa lejana un poco de algo que moría sin estruendo, como las masas blancas, hace un instante inmóviles y ahora presas de agitación en el derrumbamiento. Lumbreras apagadas en las calles... Gemidos de palomas bajo los grandes pinos... ¡El Volcán despejado era la guerra! . . .
—¡Te alimenté pobremente de mi casa y mi recolección de miel; yo habría querido conquistar la ciudad, que nos hubiera hecho ricos!—clamaban los sacerdotes vigilantes desde la fortaleza, con las manos ilustradas extendidas hacia el Volcán, exento en la tiniebla mágica del lago, en tanto los guerreros se ataviaban y decían:
—¡ Que los hombres blancos se confundan viendo nuestras armas! ¡Que no falte en nuestras manos la pluma tornasol, que es flecha, flor y tormenta primaveral! ¡Que nuestras lanzas hieran sin herir!
Los hombres blancos avanzaban; pero apenas se veían en la neblina. ¿Eran fantasmas o seres vivos? No se oían sus tambores, no sus clarines, no sus pasos, que arrebataba el silencio de la tierra. Avanzaban sin clarines, sin pasos, sin tambores.
En los maizales se entabló la lucha. Los del Lugar Florido pelearon buen rato, y derrotados, replegáronse a la ciudad, defendida por una muralla de nubes que giraba como los anillos de Saturno.
Los hombres blancos avanzaban sin clarines, sin pasos, sin tambores. Apenas se veían en la neblina sus espadas, sus corazas, sus lanzas, sus caballos. Avanzaban sobre la ciudad como la tormenta, barajando nubarrones, sin indagar peligros, avasalladores, férreos, inatacables, entre centellas que encendían en sus manos fuegos eterms de efímeras luciérnagas; mientras, parte de las tribus se aprestaba a la defensa y parte huía por el lago con el tesoro del Lugar Florido a la falda del Volcán, despejado en la remota orilla, trasladándolo en barcas que los invasores, perdidos en diamantino mar de nubes, columbraban a lo lejos como explosiones de piedras preciosas.
No hubo tiempo de quemar los caminos. ¡Sonaban los clarines! ¡Sonaban los tambores! Como anillo de nebulosas se fragmentó la muralla de la ciudad en las lanzas de los hombres blancos, que, improvisando embarcaciones con troncos de árboles, precipitáronse de la población abandonada a donde las tribus enterraban el tesoro. ¡Sonaban los clarines! ¡Sonaban los tambores! Ardía el sol en los cacaguatales. Las islas temblaban en las aguas conmovidas, como manos de brujos extendidas hacia el Volcán.
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Leyenda de los brujos de la tormenta primaveral
¡Sonaban los clarines! ¡Sonaban los tambores!
A los primeros disparos de los arcabuces, hechos desde las barcas, las tribus se desbandaron por las arroyadas, abandonando perlas, diamantes, esmeraldas, ópalos, rubíes, amargajitas, oro en tejuelos, oro en polvo, oro trabajado, ídolos, joyas, chalchihuitls, andas y doseles de plata, copas y vajillas de oro, cerbatanas recubiertas de una brisa de aljófar y pedrería cara, aguamaniles de cristal de roca, trajes, instrumentos y tercios cien y tercios mil de telas bordadas con rica labor de pluma; montaña de tesoros que los invasores contemplaban desde sus barcas deslumbrados, disputando entre ellos la mejor parte del botín. Y ya para saltar a tierra —¡sonaban los clarines!, ¡sonaban los tambores!— percibieron, de pronto, el resuello del Volcán. Aquel respirar lento del Abuelo del Agua les detuvo; pero, resueltos a todo, por segunda vez intentaron desembarcar a merced de un viento favorable y apoderarse del tesoro. Un chorro de fuego les barrió el camino. Escupida de sapo gigantesco. ¡Callaron los clarines! ¡Callaron los tambores! Sobre las aguas flotaban los tizones como rubíes y los rayos de sol como diamantes, y, chamuscados dentro de sus corazas, sin gobierno sus naves, flotaban a la deriva los de Pedro de Alvarado, viendo caer, petrificados de espanto, lívidos ante el insulto de los elementos, montañas sobre montañas, selvas sobre selvas, ríos y ríos en cascadas, rocas a puñados, llamas, cenizas, lava, arena, torrentes, todo lo que arrojaba el Volcán para formar otro volcán sobre el tesoro del Lugar Florido, abandonado por las tribus a sus pies, como un crepúsculo.
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LEYENDA DE KUKULCAN (CUCULCÁN)
Esta es la última historia de Leyendas de Guatemala, y fue escrita en la forma de una obra de teatro. Fue agregada a la segunda edición de Leyendas de Guatemala. Los tres escenarios están separados por cortinas de colores que indican el paso del tiempo; los colores de las cortinas (amarillo, rojo y negro) y los cambios de escena siguen el movimiento del sol. Los personajes principales son: Guacamayo, un ave de mil colores, que es engañoso; Cuculcán, una serpiente emplumada; y Chinchinirín, que es el asistente guerrero de Cuculcán. Yaí es otro personaje, una "mujer-flor" que debe ser sacrificada. Guacamayo y Cuculcán se disputan la leyenda del sol, y a sus espaldas, Guacamayo discute con Chinchirín y acusa a Cuculcán de ser una falsificación. En un complot para tomar el lugar de Cuculcán, Guacamayo hace un trato con Yaí, pero Cuculcán es salvado. Al final la luna nace del cuerpo de Chinchinirín mientras trata de alcanzas a Flor Amarilla.
Esta última leyenda es una re-elaboración lúcida de la leyenda Maya de la Serpiente Emplumada para permitir un acercamiento a la cuestión de la identidad como una construcción social. El espejo engañoso que aparece en la historia (que confunde a Guacamayo y Cuculcán acerca de lo que es "real") es una metáfora de un relativismo brutal introducido por Asturias para expresar el carácter dual y complementario de la realidad. Es decir, Asturias presenta la realidad de una identidad como dual, diglósica, y relativa al universo de Cuculcán, y la aplica a la identidad híbrida de la jóven nación Guatemalteca.
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La leyenda del origen del lago de Atitlán
Cuentan que esto sucedió hace mucho tiempo, cuando los Cakchiqueles dieron muerte a saetazos a Tolgom. Este suceso permitió que la punta del cerro del lanzamiento de Tolgom se volviera muy famosa. Los Cakchiqueles arrojaron a la laguna los pedazos de Tolgom y se marcharon más allá de Qakbatzulú. Luego de esto, se sumergieron dentro de la laguna.Cada uno pasó ordenadamente y sentían mucho miedo pues la superficie del agua se agitaba fuertemente. De allá se dirigieron a Panpatí y Payán Chocol, practicando sus dones de hechicería. Estando en Chitululse toparon con nueve zapotes.
Posteriormente los guerreros, entre ellos Gagavitz y su hermana llamada Chetehauh. Decidieron parar y construir sus casas en la punta llamada actualmente QabouilAbah. Sin razón alguna, un día Gagavitz decidió arrojarse al agua convirtiéndose en la serpiente emplumada. Al instante se obscureció el agua, se levantó un viento y se formó un remolino que acabó de agitar la superficie del lago. En la orilla del agua estaban las siete tribus, quienes al ver lo ocurrido dijeron a los descendientes de los Atziquinahay:”Acaba de agitarse la superficie de nuestra laguna, nuestro mar ¡oh hermano nuestro! Que sea para ti la mitad del lago y para ti una parte de sus frutos, los patos, cangrejos, pescados.”
Consultaron entre ellos y brindaron la siguiente respuesta:”Está bien, hermano. La mitad de la laguna es tuya, tuya será la mitad de los frutos, los patos, cangrejos y pescados, la mitad de las espadañas y las cañas verdes. Y así también juntará la gente todo lo que mate entre las espadañas.” De esta manera fue hecha la división del origen del Lago de Atitlán
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La leyenda de la Llorona
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En su versión guatemalteca, la Llorona es el alma en pena de una mujer de origen criollo (descendiente de españoles) o mestiza, pero en ambos casos de un estrato socioeconómico alto. Cuenta la leyenda que la mujer se llamaba María y que, mientras su esposo andaba de viaje, tuvo un amorío con un mozo de su hacienda. Pero María resultó embarazada a causa de esta relación. Angustiada, terminó ahogando a su hijo (en otras versiones son dos o tres) en un río una vez que nació. Se dice que el niño se llamaba Juan de la Cruz. Por este crimen la mujer fue condenada a repetir hasta el fin de los tiempos su grito «¡Ay, mi hijo!», que en ocasiones se transforma en «¡Ay! ¡Dónde está mi hijo! ¡Juan de la Cruz!».
Según la tradición, la Llorona pasea por las calles solitarias y frecuenta los lugares donde hay agua, como piletas, ríos, fuentes o tanques. Sus lastimeros gritos asustan al más valiente y paralizan al pavoroso. Muchos dicen haberla visto y escuchado. Se cuenta que, cuando se la escucha cerca, en realidad está muy lejos, y viceversa. Se dice que no puede ganarse a una persona (es decir, quitarle la vida) si esta usa la ropa interior al revés. Se les presenta a los hombres mujeriegos como una mujer para engañarlos. Se dice que quien le habla pierde la vida y que un hombre acechado por la Llorona se salva únicamente si una mujer le toma la mano, pues el espectro ataca únicamente a hombres solitarios. También se cuenta que, si uno escucha el grito, debe tratar de moverse y no quedarse congelado por el pavor. La persona tiene que huir antes de escuchar el tercer grito o la Llorona se la ganará. Para evitar encontrarse con ella o ahuyentarla, la persona hará bien en rezar al santo de su devoción o repetir las oraciones tradicionales católicas.
Unos imaginan a la Llorona como una mujer vestida de luto riguroso, mientras que otros la ven ataviada de blanco. También se dice que el pelo suele taparle la cara y que esta es como la de un caballo (rasgo que comparte con la Siguanaba). Otro aspecto propio del espectro, según otras leyendas guatemaltecas, es que su grito viene acompañado de un viento frío que hiela la sangre. También se cuenta que si alguien ve a la Llorona a los ojos pierde la vida.
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La leyenda de la Tatuana
Hay relatos que cuentan que hace muchos años, en época colonial, hubo en Guatemala una joven y bella mujer de origen mulato a la que llamaban Tatuana, que disfrutaba con los placeres de la carne y con los placeres del lujo, los cuales no estaban bien vistos en una sociedad recatada y religiosa. Así pues, se acusó a la joven de brujería y de hacer maleficios para conseguir a los hombres. Se le acusó de codicia y de no seguir los preceptos de la iglesia. Por todas estas razones fue juzgada por el tribunal de la Santa Inquisición, y fue condenada a muerte. La Tatuana se negó a recibir la gracia de confesión de sus pecados antes de morir. Cuentan, que la noche anterior a su muerte, pidió como última gracia un trozo de carbón, unas velas y unas rosas blancas. Con estas tres cosas hizo en la celda una especie de altar donde realizó una hechicería. Con el carbón pintó en la pared una gran barca mientras recitaba conjuros, y se dice que se presentó ante ella el mismo demonio. El demonio le sacó de la celda montada en la barca que había pintado en la pared, y se dice que todavía se la puede ver en los días que llueve grandes aguaceros.
Se cree que los antecedentes de esta leyenda provienen de la mitología maya, y más concretamente de la leyenda de Chimalmat (Diosa que se vuelve invisible por causa de un encantamiento).
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La leyenda del Cadejo
Según las versiones de la leyenda existentes en Guatemala, el cadejo es un mítico animal fantasmagórico que aparece a las personas. La versión más conocida de este animal es la de forma de solo un cadejo, descrito como un extraño perro de color negro y ojos rojos que pareciera tienen fuego. Se cree que cuida a aquellos que se embriagan y deambulan por las noches ayudándoles a encontrar el camino a casa o bien durmiendo cerca de ellos para evitar les roben o dañen.
Las otras versiones refieren que este ser tiene tres diferentes cadejos, el negro, el blanco y el gris. El blanco cuida de mujeres en el mismo estado físico, sin embargo éstos son rivales y no pierden oportunidad de agredirse, aunque se narra que se han unido para salvaguardar a sus protegidos de otro espectro como La Llorona, Siguanaba o de algún maleante, y el gris cuida a los niños desamparados o enfermos.
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La leyenda del Sombrerón
Una de las leyendas más conocidas sobre este personaje de la cultura guatemalteca y además también es muy conocida en Aguadas, Caldas dice así: Una noche El Sombrerón caminaba en un barrio de La Antigua Guatemala cuando vio a una muchacha muy bella con pelo largo y se enamoró de ella. Buscó su casa y le llevó serenata una y otra noche, pero ella no le dijo nada a sus padres sobre él. Un día empezó a dejar de comer hasta el punto de que casi murió, y fue entonces cuando la madre se dio cuenta que era por El Sombrerón. Llevó a su hija a un convento creyendo que ahí iba a estar mejor, pero la niña siguió sin comer y un día despertó con una trenza en su pelo hecha por el espectro y ese día murió. Luego en el velorio, apareció El Sombrerón llorando y sus lágrimas eran como cristales. Jamas olvida a las muchachas que ha amado. También se cuenta que les hace trenzas a los caballos y mulas...
Se cuenta también que este espanto a parte de enamorar a muchachas jóvenes, gusta por cabalgar mulas y caballos de los establos de las fincas en las noches agotándolos. Por ello, las bestias durante el día no cumplen las tareas sumado a que se vuelven hostiles con las personas, los campesinos y finqueros al ver este comportamiento buscan si el Sombrerón no les ha hecho trenzas en la greñas. Si es así, el animal ya no sirve para tareas... Una forma de saber si el Sombrerón está haciendo de las suyas en fincas y casas, es colocar ya sea cerca de un balcón de casa o cerca de los establos una silla y mesa de pino recién elaboradas, junto a aguardiente y una guitarra en noche de luna y deben guardar silencio todas las personas, sólo así se escuchará la guitarra y los cantos del Sombrerón. Al Sombrerón le atraen las muchachas de pelo largo y ojos grandes, por ello, cuando se sospecha que está tras una joven se le debe cortar el pelo a esta para que el Sombrerón no se gane el alma de la joven.
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