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leyendas

  •  la llorona.

 

 

La leyenda de la Llorona o Tulivieja es el cuento folclórico más popular de Panamá. Su llanto y sus gemidos suelen escucharse siempre de noche, y en las comunidades cercanas a los ríos o playas.

Según la tradición, la Tulivieja era una hermosa y joven mujer que tenía fama de ser muy parrandera. En una ocasión había un baile en un pueblo vecino y ella por supuesto no se lo quería perder, la mamá se negó esa noche de cuidarle a su hijo ya que estaba cansada de hacerlo mientras ella se iba siempre de parranda.

Esa noche por querer ir al baile de todas maneras dejó al bebé en una cesta cerca de un río que quedaba en el camino, con la intención de recogerlo después del baile. Sin embargo, cuando regresó al río a buscar a su hijo no lo encontró y comenzó a llorar: el río se lo había llevado corriente abajo. Arrepentida por el grave error que había cometido comenzó desesperada a buscarlo. Dios viendo lo que pasaba la castigó por su irresponsabilidad y la transformó en un ser horripilante con agujeros en su cara y cabellos largos hasta los pies. Sus pies se le viraron y se transformaron en patas de gallina (o de caballo según el sitio donde se narre). Desde entonces, anda vagando por la eternidad buscando a ese hijo perdido.

Ronda los hogares donde habitan bebés no bautizados y dicen que incluso puede robarselos y llevarlos a una cueva cerca del río más cercano.

Una variante de esta historia cuenta que el párroco de la iglesia, reprochandole su error la maldijo: “Ese pecado te pesa y te pesará hasta la eternidad, y desde ahora llorarás para pagar tu culpa”. Por esto se le conoce también como La Tepesa.

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  • El Corotú Llorón

 

 

En el grande y bello llano de la Mitra en las proximidades de la Chorrera, crecía robusto y frondoso, un árbol de corotú. Y allí, muy cerca vivía también un campesino padre de una muchacha bellísima de nombre Isabel. La joven era pretendida por los mozos de todos los contornos pues su belleza era extraordinaria, más el padre, rígido y severo, jamás aceptó un requiebro para su hija, ni aceptó tampoco a ninguno de los hombres que aspiraban a su amor. Con esto Isabel se desconsoloba.

Era joven y admiraba y quería gozar de su juventud y su hermosura. Conocedor de los gustos de su hija, el campesino quiso prevenir males futuros, encerró a la joven y no le permitía asomarse ni a la puerta de la casa. Pero como el hombre propone y el diablo descompone, a pesar de todos los encerramientos, Isabel conoció a un hombre de quien se enamoró perdidamente.

La vigilancia de su padre fue burlada, y llegó el día en que Isabel no pudo ocultar las consecuencias de sus amoríos. Indignado el padre, cogió a su hija y sin hacer caso de sus lamentaciones y sus súplicas, la ató desnuda al tronco del corotú. Enseguida, con un látigo de cuero, la maltrató sin descanso hasta convertirla en una masa sangrienta. Allí a los pies del árbol quedó Isabel falta de aliento y vida y sin cristiana sepultura, hasta que el sol y el aire deshicieron su cuerpo antaño hermoso y gentil.

Desde entonces, a ciertas horas de la noche, sale del tronco de corotú, el lloro triste de una criatura. Son los sollozos de aquel niño que Isabel llevaba en su seno y que desde las profundidades del limbo en donde vaga su alma, se lamenta por no poder jamás subir hasta el cielo.

 

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  • La pavita de la tierra.

 

 

Hace mucho tiempo atrás vivía una muchacha que a pesar de su corta edad tenía el vicio de fumar, era tanta su adicción que tenía preocupados a sus padres. El padre de esta muchacha sin saber que hacer amenazó a su hija con golpearla si volvía a verla fumando, Pavita, que así le llamaban, se asustó y no volvió a fumar por un tiempo.

Pero era tanta su ansia de tabaco que Paula, que en verdad era su nombre, empezó a recoger en el día todas las pavitas (lo que queda después de fumar los tabacos, como colillas) y las ocultabas debajo de una piedra cerca del fogón y en las noches se las fumaba sin que su padre se diera cuenta. Paso algún tiempo hasta que su padre la sorprendió y fue tanta su indignación y coraje que sin pensarlo la agarró a garrotazos y la mató. Desde ese instante el espiritu de Paula comenzó a vagar por todos los montes, por todos los campos, por todos los potreros, asustando a los animales y a la gente. En la noche que recuerda sus pavitas, entona un canto, una especie de zumbido molesto y persistente. Entonces no es posible levantar ninguna piedra que se encuentra cerca del fogón. Paula cree que le van a cogerle sus pavitas y mata al imprudente. Y los campesinos que los saben, quedan quietos en sus sitios sin atreverse a encender su pipa con los tizones del fogón cuando sienten la aproximación de la Pavita.

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  • El padre sin cabezas

 

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Cuenta la leyenda que por las noches aparece de la nada el fantasma de un sacerdote (o bien, un fraile o monje) católico, vestido con el hábito usual de su orden o con sotana, pero con la particularidad de que no tiene cabeza, por lo que causa terror y pánico entre la gente. Algunas versiones de la leyenda del sacerdote sin cabeza coinciden en que el personaje se trataba de un cura católico cuyo comportamiento no era el adecuado para una persona de su investidura, quien, como castigo por sus actos, fue decapitado, o bien, se trataba de un sacerdote que fue injustamente decapitado por sus enemigos, tras lo cual su fantasma se aparece deambulando por las noches, ya sea por las calles o en ermitas, iglesias y otros recintos religiosos, buscando desolado su cabeza, espantando a los pecadores, o como mudo testigo que reclama justicia por su muerte. También se dice que en algunas ocasiones se aparece en el interior de recintos religiosos celebrando misas, o bien, en el interior de algunos locales como antiguos colegios o edificios donde se rumora que ha muerto un sacerdote en extrañas circunstancias. Finalmente, otra de las características de estos fantasmas es aparecerse en sitios donde se guardan tesoros, que los espectros cuidan celosamente hasta que aparezca alguno con la valentía suficiente para reclamarlos.

 

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  • veneración al cristo negro

 

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Miles de peregrinos cumplen cada 21 de octubre promesa y se aglomeran en la estrecha entrada del histórico pueblo de Portobelo, en el Caribe panameño, para venerar al más negro de los santos lugareños, un Cristo de ojos tristes que los mira a todos como iguales. Los cerca de 3.000 habitantes de Portobelo, la mayoría descendientes de negros esclavos, han hecho de su Cristo una seña de identidad y es hoy un estrecho vínculo con la historia que los ha casi olvidado. La todavía hermosa bahía de Portobelo, bautizada así por el propio Cristóbal Colón en 1502, ya nada guarda de su lejana gloria colonial, sede de ajetreadas ferias comerciales y ricas aduanas. Solo su Cristo Negro devuelve protagonismo cada octubre al pequeño pueblo, durante tres siglos el más importante puerto de la Corona española para el trasiego de oro y plata. Durante la procesión del domingo, que empieza cuando se oculta el sol y acaba a la medianoche, cuando el Cristo retorna a su capilla de la colonial Iglesia de San Felipe, Portobelo vuelve a bullir y todo el pueblo parece una fiesta. Para hacer durar la procesión por las cuatro cortas calles del antiguo puerto, el paso del anda es lento y arrastrado y da tiempo así a que se intercambien los muchos porteadores que pagan sus promesas o "mandas", algunas de dudosa respetabilidad. Y es que al Cristo Negro de Portobelo se le conoce también como el "Cristo de los maleantes y de los privados de libertad", fervorosos fieles que se dan cita en el pueblo en esta época para mostrar su devoción. Este año han sido convocados también 2.412 efectivos de la Policía Nacional para "garantizar la seguridad" de los asistentes a esta multitudinaria fiesta religiosa. El sacerdote navarro Carlos María Ariz, ex obispo de la diócesis de Colón y Kuna Yala, a la que pertenece Portobelo, reconoció a Acan-Efe que entre los devotos del Nazareno "hay de todo. Hay gente que realmente viene con fe por un caso penitente que está atravesando o porque le ha cambiado su vida. Y dentro de ese grupo también están los delincuentes". Ariz, que presidió por 20 años las misas que se ofrecen en la iglesia San Felipe los 21 de octubre, conoce de primera mano muchos de los hechos ocurridos a los pies del Cristo. "Un día celebraba la misa y se acercó un muchacho arrastrándose, que miró la imagen del Cristo y solo dijo: 'gracias Padre porque no me ha cogido la policía'. A su manera, esto es un acto de fe", aseguró monseñor Ariz. "Conozco otro, agregó, que también a rastras, llegó con la espalda lacerada por la cera de las velas y me dijo: 'estoy agradecido con el Cristo y no sé cómo pagarle, y con mi sufrimiento estoy dando testimonio de mi agradecimiento'". Según Ariz, lo importante es respetar la espiritualidad de cada uno de los que llega a este pueblo. "Que hay medio maleantes es cierto, pero también gente fervorosa y es por ello que creo que lo mejor es respetar el fervor de cada uno de ellos, porque he visto palpitantes muestras en todos los devotos que llegan al santuario". "No niego que sí se han dado casos que son abusos o comedias de la fe, pero también hay muchos que son verdaderos devotos y por eso es necesario dejar libertad para que cada uno se exprese de cualquier manera", enfatizó. La leyenda cuenta que la imagen del Nazareno llegó a finales del siglo XVIII en un barco cuyo destino era Perú, pero que por el mal tiempo tuvo que desembarcar en Portobelo. La narrativa popular mantiene dos vertientes, una señala que unos pescadores encontraron al santo flotando en las aguas del Caribe y otra, que un Galeón con escudo español llegó a tierra firme debido al mal tiempo, con dos imágenes a bordo, una de un Cristo blanco y otra de un Cristo negro. Cada vez que el barco intentaba zarpar con su carga, se desataba una tormenta que lo impedía. Al cabo de varios intentos, los españoles decidieron dejar al Cristo negro en Portobelo y pudieron finalmente partir. Portobelo, a unos 115 kilómetros al noreste de la ciudad de Panamá, en la costa atlántica, fue declarado patrimonio de la humanidad por la UNESCO en 1980. El conjunto monumental histórico de Portobelo incluye las iglesias Hospital San Juan de Dios y la de San Felipe, los fuertes Santiago de la Gloria, Santiago, San Felipe, San Fernando, la Aduana de Portobelo, el Castillo de San Jerónimo, la Batería Santiago, la Casa Fuerte Santiago y el Baluarte Tres Cruces.

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  • El chivato

 

El Chivato es el mismo demonio, es un ser que tiene cuerpo de hombre pero tiene patas de chivo, en su cabeza unos enormes cuernos de chivo macho, quizás de ahí su nombre. También dicen que se aparece como quiere en cualquier camino, como cualquier animal o persona, despide un fuerte olor a azufre, por donde camina no vuelve a crecer planta alguna y el sonido de sus patas al caminar es como de fuerte golpes contra la tierra. Nunca ataca al hombre de frente, cuando lo ataca lo muerde por la nuca y lo llena de una especie de baba. Se dice que el que va por el campo y escucha el bramar del Chivato, solo un milagro puede salvar su vida.... (Muchas veces se aparece en forma de perro negro en cualquier parte del mundo porque es el demonio)

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  • La tulivieja

 

En estos tiempos de la era espacial, de la computación y del desarrollo tecnológico, hablar de la Tulivieja resulta risible, contraproducente, fuera de lugar, del tiempo y del espacio.

 

Los Fantasmas y las visiones como el Chivato, Caballo enfrenado, los duendes, la silampa han tenido que remontarse monte adentro, más hacía el campo, huyendo de la luz y buscando la oscuridad que son el escenario de sus apariciones.

 

Los razonamientos expuestos, como preámbulo, que nos permitirá atrevernos a relatarlas bajo el título de la Tulivieja, el incidente que se protagoniza en 1930 en san Francisco de Veraguas cuando una compañía inglesa explotaba la mina del Remanse.

 

Me contaba mi abuelo remigio, que todos los días salía a las 4 de la madrugada, a pie, alumbrándose con una linterna, de San Francisco hacia la mina de Remanse donde trabaja. En una ocasión seguía el recorrido acostumbrado, cuando comenzó a descender una loma que llegaba a la quebrada por donde él tenía que pasar y a medida que avanzaba sentía como un gemido, como un quejido que se hacía más sonoro a medida que se acercaba y que le parecía que decía voy....voy.....voy. Como es natural sintió desconfianza y porque no decirlo, cierto temor. Sin embargo, continuó y al llegar a la orilla de la quebrada levantó la linterna y sobre una laja había una visión fantasmal espelúznate que infundía temor, espanto, respeto, estupor. Cuando la observaba perplejo y confuso, volvió a gemir, era un ronquido gutural.

 

Sobre la laja, como un pedestal, la aparición, inmóvil como una estatua; en medio del agua. Iluminada tenuemente por la pálida luz de la linterna, semejaba la imagen fantasmagórica de una escena dantesca. Su figura de apariencia humana femenina, era horriblemente fea. Los pies sucios, llenos de loso tenían los dedos separados y las uñas largas y negras de tierra, vestía un traje descolorido y roto de tal manera que le colgaban flecos que casi le llegaban a los tobillos. Los brazos y manos parecían normales, pero daban una impresión repugnante con sus uñas largas y negras como las de una Arpía. El rostro alargado y pálido era impresionante; de la mandíbula superior salía un colmillo largo y único que sobrepasaba el labio inferior por fuera. La nariz la tenía aguda y encorvada como el pico de un águila. Los ojos extraviados, un poco fuera de las órbitas y uno más bajo que el otro desfiguraban su rostro imprimiendo una fealdad exagerada y como complemento sobre la cabeza una cabellera larga y despeinada, su imagen, era la representación de la locura.

 

El impacto de la conmoción que produjo en mi ánimo esa primera impresión, fue violento-me decía mi abuelo-creía soñar, se sentía como si estuviera flotando en el aire, absorto, estático, perplejo. Ante la pasividad de la figura que permanecía indefensa, inofensiva e ingenua, fui recobrando la serenidad y la conciencia; moví los y las piernas que sentía tensas, rígidos los músculos y articulaciones y con dificultad comencé a moverme y a describir un semicírculo, con pasos lentos y caminar torpe sobrepasé la figura y cuando ya de espalda iba a perseguir el camino, volví la mirada hacia la laja en donde estaba la aparición, y aún permanecía allí, inmóvil y observándome.

 

Me contaba mi abuelo que cuando llegó al Remanse, se dirigió como de costumbre a la fonda para desayunar y se sentó pensativo y malhumorado con la cabeza apoyada entre las manos. La señora que trabaja en el establecimiento le preguntó: ¿Qué le pasa Sr Remigio? Entonces él, le refirió lo que acababa de sucederle. Fue entonces cuando la señora le dijo: No, esa no es una visión ese no es un fantasma, esa no es la Tulivieja, esa es una hija anormal de Coma Nazario y Panco Boniche. Esa es Carmen Boniche, que seguro se le escapó a mis compadres.

 

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  • La niña encantada del salto del pilón

 

El Río Perales nace como un humilde arroyuelo en las faldas del Canajagua y baja en dirección Noreste por entre peñascales, como cantarina fuente primero, hasta encontrar un pequeño valle, el que sigue, ya convertido en río por la afluencia de diversas quebradas y ríos menores, que se le van sumando en el trayecto. Después penetra entre cerros de mediana altura que forman una doble cadena en dirección norte y noreste y que en la parte más baja reciben el nombre genérico de Cerros del Castillo. En la parte media de ese estrecho valle recibe las aguas del Río Hondo que baja también del Canajagua y un poco más abajo las del Río Pedregoso (famoso por formar las más altas cataratas de la provincia de Los Santos), y que ya en este sitio es conocido con el nombre de Río Laja por correr por un lecho de piedra viva. Así aumentado su caudal, el Río Perales, a trechos corre en forma sosegada y tranquila, a trechos en forma rauda y torrentosa, según el declive y la configuración del terreno y en su descenso forma a veces rápidos y saltos, de los cuales el más famoso es el Salto del Pilón, ya entre las últimas estribaciones de los Cerros del Castillo, antes de llegar a las tierras bajas de Perales.

 

Ya sea por lo impresionante del paraje, ya por el estruendo que hacen las aguas al estrellarse contra la roca viva, ya sea porque algo extraordinario pasara allí en tiempos remotos, la leyenda existe, desde época indefinida, de que hay allí “un encanto” y aún hoy, cuando uno pasa cerca de ese sitio un hálito de misterio y de recelo parece envolverlo a uno y pocas son las personas que se atreven a bañarse en el charco, profundo y redondo como un pilón, que la fuerza de las aguas ha cavado en la laja viva a través de los siglos.

 

Los indios de la costa habían sido sometidos o se habían refugiado en las montañas para desde allí, en unión de otras tribus, seguir resistiendo al invasor español. Hacía ya tiempo que había muerto Atatara, señor de París; y sus aliados, o habían muerto o habían sido vencidos. En los llanos de Las Tablas existía ya una pequeña colonia española y una ermita, a la orilla de un arroyuelo cuyo nombre primitivo se perdió en el silencio de los tiempos y que vino a conocerse después con el nombre de Quebrada de la Ermita. De allí salían algunas expediciones de españoles y de indios vasallos a explorar las comarcas hacia el sur y el oeste, hacia las regiones montañosas, siempre en la esperanza de encontrar oro. No hubo quebrada o río que no exploraran.

 

Un día iba Don Julián del Río con un grupo de indios, explorando el Río Perales. Iban río arriba y no habían tenido ningún tropiezo hasta cuando llegaron a un sitio en donde podía oírse ya claramente el ruido de un salto; aquí los indios se detuvieron y le informaron a su amo que de allí no seguirían más adelante; que ahí cerca había un salto y que era peligroso llegarse hasta él porque era un lugar encantado en el cual salía un espíritu en la forma de una mujer muy bella, peinándose con un peine de oro, para atraer a los hombres y que más de un español que se había aventurado a llegar hasta allí, había desaparecido misteriosamente.

 

Don Julián pensó que aquel cuento eran patrañas de los indios y les increpó, los insultó, pero en vano. No logró que siguieran adelante. “Son patrañas”, pensaba Don Julián. “Quién sabe qué rica tumba de indios habrá en estos alrededores y ellos no quieren que sea profanada. ¿Y el cuento del peine de oro? ¿Peine de oro han dicho? De seguro que habrá eso y quién sabe que otros objetos más de oro”. Dejó atrás, pues, a la asustada gente y siguió adelante sin hacer caso de las admoniciones que le hacían.

 

Cuando llegó al sitio en donde estaba el salto fue sobrecogido por un extraño sentimiento, mezcla de temor supersticioso y de admiración pura y simple. Subió por la orilla izquierda del río hasta llegar a lo más alto de una inmensa barrera de piedra que se levanta transversalmente y cierra el paso al curso natural de la corriente. Contempló el río que se deslizaba por su lecho, casi sin declive, mansamente, hasta encontrar la barrera de piedras inmensas en donde estaba parado. Era evidente que en la estación lluviosa, en las formidables crecidas del río, toda esa

 

Muralla era sobrepasada por las turbulentas aguas; y ahí, a sus pies, veíanse, aquí y allá, grietas profundas abiertas en la roca y perforaciones hondas, cilíndricas, hechas en las lajas por las aguas en el curso de siglos o milenios. Mas como era ya fines de diciembre y comienzos de la estación seca, las aguas claras, transparentes como un cristal, al encontrar la barra alta, transversal y maciza de piedras, se desviaban a la derecha para precipitarse, por una amplia brecha, (mayor y más baja que todas las demás) socavada en la parte más vulnerable de la roca, con un gran estruendo, en un chorro ancho, abundante, raudo y poderoso que cae a uno como canal profundo, abierto y cavado también en la roca, en donde las aguas forman un hervidero blanco de espumas y agitadas olas y remolinos vertiginosos; para deslizarse al fin, más adelante, con increíble rapidez, sobre el lomo liso de la laja viva y caer más abajo aún en un amplio pozo, redondo y profundo, con paredes cortadas a pico y lisas como las de un brocal. Aquí notaba que las aguas se dividían en dos corrientes, una menor que gira alrededor del pozo, silencioso, de aspecto misterioso, superficie relativamente tranquila y color casi negro; y otra rápida, murmurante y espumosa que se va gritando o gimiendo hacia una como laguna espaciosa, en donde se remansan las aguas antes de precipitarse de nuevo en un rápido que queda más abajo y en el cual un ruido de aguas espumosas y agitadas, al romperse contra las piedras que se les oponen, rivaliza con el ensordecedor estruendo, incesante y eterno, del salto. Allí abajo, bien lejos, se adivinaba el remanso tranquilo, el curso lento y silencioso del río. A los lados, las laderas de la montaña y un follaje sombrío de algarrobos, guayabos de montaña, harinos, caracuchos y madroños de la tierra, que en esta época aparecían blancos como trajes de novia, cubiertos totalmente de florecillas blancas como los azahares. Don Julián, que estaba embebido en la contemplación, deleitosa y solemne a un tiempo mismo, de este paraje bello y salvaje, se había olvidado de la superstición de los indios; pero los madroños, “blancos como traje de novia”, le hicieron recordarla.

 

Y un instante después, atónito, mudo de asombro, contempló la más bella y extraordinaria visión del mundo. Sobre el hervidero de las aguas, en la neblina sutil que se levantaba de ellas, enfrente del chorro, se dibujaban los colores del iris. De pronto, vio surgir una figura esbelta y blanca de mujer. Luego la vio que alzó las trenzas de oro con una mano fina y blanca donde brillaban al sol, como diamantes, las gotas de agua; y que con la otra mano empezó a peinarlas con un peine amarillo y reluciente como el oro.

 

Estaba desnuda y sus senos y su talle y su cintura, sus muslos y sus piernas, todo era perfecto. Don Julián temblaba de emoción y de espanto; pero ella lo miró con sus ojos azules, de un azul profundo, y le sonrió con tal dulzura que en un instante se sintió sin miedo alguno y más bien dispuesto a seguir tras esa hermosa aparición, atraído como se sentía por su divina belleza.

 

— ¿A quién quieres más? —Le dijo al fin la niña encantada o encantadora—, ¿a mí o al peine de oro?

 

Por un instante Don Julián permaneció mudo, presa del asombro y del recelo. Luego, habló casi sin saber lo que decía, para contestar a la pregunta:

 

—A ti, oh divina criatura; a ti, mujer o demonio, lo que seas; a ti hermosa mujer cuya belleza sin igual me ha hecho sentir una pasión sublime

 

—dijo Don Juan con notable vehemencia.

 

Sonrió la hermosa entonces y díjole:

 

—Te has salvado, Julián del Río, porque te has olvidado del oro envilecedor. Si hubieras mencionado siquiera la palabra oro, habrías rodado a ese abismo que se abre a mis pies. Yo cuido los tesoros de estas montañas y a los que han llegado hasta aquí

 

Con sed de oro les he dado su castigo. Pero tú, que prefieres la belleza al oro, te has salvado. Puedes irte, enhorabuena.

 

Don Julián la miraba extasiado, absorto, en silencio. Sintió un ansia infinita de besar esos labios, de acariciar ese cuerpo virginal, blanco, sonrosado y tierno; y sentía que una voluptuosidad nueva, distinta, desconocida, lo envolvía como en sutiles redes.

 

Se olvidó de que ésa no era una mujer real sino “un encanto”, se olvidó de todo y al fin le dijo con voz enronquecida por la emoción de amor:

 

—Te adoro, mi princesa; no me pidas que te deje.

 

Y como la niña encantada comenzara a hundirse suavemente entre las espumas de las aguas turbulentas, Don Julián, que estaba al borde de la roca cortada a pico, sobre el precipicio, se lanzó tras ella y, enlazado a su angelical figura, se fue hasta el fondo de las aguas agitadas; y de allí en los delicados brazos de su amada, como en un sueño, sintió que se deslizaba dulcemente sobre el lomo liso de la laja, hasta el remanso misterioso, frío y profundo del charco del Pilón.

 

Hasta las hadas tienen sus amores. Desde aquel día la niña encantada del Salto del Pilón no ha vuelto a salirle a nadie más.

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  • La india dormida

 

Llegó el día en que Piria iba a ser consagrada esposa del sol. Tendida en su estera la joven pasó revista a todos los acontecimientos de su vida, desde su feliz infancia hasta su lozana juventud. Con ternura recordó a su madre siempre dulce y cariñosa, y a su padre Mani Yisu cuya sola presencia hacía temblar a sus mujeres pero que desarrugaba su adusta faz al verla. Jamás escuchó de esos labios imperativos y severos para cuantos lo rodeaban, un no a un anhelo, a un deseo suyo. — ¡Viejo y querido padre! —Murmuró con los ojos nublados por el llanto—. ¡Cuán solo te encontrarás después de mi partida! Recordó luego a Chirú. El apuesto y valiente guerrero que se prendó de sus hechizos y que en poéticas palabras le mostrara su pasión. ¡Cómo latió su corazón por el extranjero gentil! En las verdes praderas, bajo las noches estrelladas, él le habló de su amor y sus ensueños. ¡Cuántas veces ruborosa dejó apri- sionar sus manos por las fuertes y ardorosas del mancebo! ¡Cuántas veces se contempló en aquellos ojos que con tanta ternura la miraban! ¡Cuántas veces estuvo a punto de dar el sí, de besar esos labios que temblaban amorosos! Y cuántas veces también una fuerza inexplicable dominadora de su voluntad impuso silencio a su emoción.

 

¡Pobre Chirú! ¿Dónde estaría ahora? Unos decían que había muerto; otros que había partido a regiones lejanas. ¡Al pensar en todo esto sentía un poco de pena por él...!

 

De pronto su pensamiento se detuvo en Montevil, aquel joven de su tribu que también la pretendiera. Ambicioso, arrogante y de un valor a toda prueba, su padre aceptó con agrado sus razones. Ella no; el mozo sólo recibió desdenes. Pero por mucho tiempo no olvidó el gesto de rencor que se dibujó en la faz de su enamorado ante el no rotundo con que le puso fin a sus aspiraciones. Nunca contó a su padre sus temores de que Montevil quisiera vengarse y se alegró de su actitud. Él pareció olvidarla, y al final, ella también olvidó. Mas ahora sin saber por qué, el gesto de aquel hombre volvía a atormentarla. Un funesto presentimiento oprimió su pecho. Con un esfuerzo de voluntad se rehizo.

 

— ¿Por qué recordar cosas desagradables en el día más féliz de mi existencia? —se dijo.

 

Un ruido de tambores hizo a Piria incorporarse. Ayudadas por sus doncellas que velaron con ella, se vistió una túnica de lienzo y se colocó sus joyas. Su padre, acompañado de los principales de las tribus y de una multitud engalanada con sus trajes de fiestas, la esperaba para conducirla al templo. El cortejo atravesó varias calles y llegó al santuario situado en la roca al borde de un abismo. En él ya estaban los sacerdotes que la esperaban para iniciar la ceremonia. Colocaron a Piria sobre una finísima estera de colores, mientras enviaban al sol una sentida plegaria. Una especie de himno cuya música solemne y majestuosa llenaba de emoción los corazones. Extendieron los brazos, y en ese instante un rayo de luz diáfana y pura cayó sobre Piria rodeando de un halo brillante su gentil y esbelta figura. Quedaba consagrada esposa del sol, intocable para los humanos.

 

La vida siguió su curso. En el templo Piria cuidaba llena de placentera unción el fuego sagrado. Dejarlo apagar era símbolo de deslealtad al dios. La sacerdotisa reputada como impura debía morir en un suplicio espantoso, enterrada viva. Mas la nueva esposa del sol no temía que la llama por ella cuidada se extinguiera. Había desligado su corazón de todo terreno afecto. Su alma entera, su cuerpo inmaculado, todo su ser pertenecía al sol; vivía com- pletamente apartada de todo cuanto sucedía fuera. La jefatura de la tribu era electiva, mas por primera vez se hicieron frecuentes las disenciones en el seno del consejo formado por los nobles. Un grupo era capitaneado por el padre de Piria; el otro por Montevil, el amante desdeñado de la muchacha. Montevil no había ahogado su amor; lo había ocultado simplemente. Pero al par de su cariño sentía odio profundo por quien lo despreciara. ¡Misterios del corazón! A veces quería ver a la jovencita arrastrarse a sus pies, pisotearla, hacerla sentir mil torturas, matarla. Más, sabía que si tal cosa sucediera, él moriría. Faltando Piria no quería vivir.

 

Cuando la joven se hizo esposa del sol, creyó enloquecer. Pretextando un asunto urgente se ausentó del poblado en la fecha destinada para la ceremonia. Un tiempo pasó lejos. No obstante su vida era un tormento continuo; la dulce imagen de la muchacha se le presentaba sin cesar impidiéndole el reposo. En su desesperación llegaba a maldecirla, a desearle mil muertes. Amaba, odiaba y sufría, ¡cuán desgraciado era! Su dolor llegó a hacerse tan fuerte, tan intolerable, que dispuso regresar. Tenía que ver a Piria, empaparse de su presencia, oír su voz, costare lo que costare. Repartió el oro, sobornó, compró, que todo se vende cuando hay con qué pagarlo. Una noche en que Piria velaba cuidando el fuego encargado a su guardia, apareció ante ella.

 

En el primer instante, la joven que no comprendía cómo pudo llegar allí, se sintió angustiada. ¿Qué hacer? ¿Huir, gritar? Ambos caminos eran peligrosos. Mejor callar. Y no es que tuviera miedo a la muerte; por espantosa que ésta fuera no la asustaba. Pero no podía aceptar aparecer como mala ante el pueblo que la consideraba pura. ¿Qué sería de su padre después de esto? ¿Cómo soportar la mancha que caería sobre su nombre?

 

Todos estos pensamientos pasaron veloces por su cerebro, mientras inmóvil contemplaba al indio que mudo también la miraba con fijeza.

 

—¡Oh sol, ayúdame! —imploró en voz baja. Casi de inmediato dirigió su vista al fuego. Sus ojos tropezaron con el cuchillo de piedra con el que se cortaban las virutas olorosas que ayudaban a mantener la llama. Sonrió ya más segura. Con ademán resuelto tomó el arma y levantó arrogante la cabeza.

 

El movimiento de Piria para apoderarse del cuchillo fue tan rápido, que el mozo sólo vino a darse cuenta de lo ocurrido cuando ella lo blandiera arrancándole gracias a la luz, fulgentes destellos.

 

— ¿Qué buscas Montevil? —díjole.— ¿Cómo has osado profanar este santuario? No te acerques —añadió al ver que el hombre hacía ademán de aproximársele—. Si das un paso me clavo el cuchillo en el pecho.

 

Todo el amor violento y apasionado que una vez sintiera Montevil por la gentil mujer que tenía delante, renació con mayor fuerza. Quiso lanzarse hacia ella, mas al ver la fría resolución que se pintaba en los ojos de Piria, se contuvo temiendo que cumpliera su palabra. La sabía muy capaz de realizar su amenaza. Su gesto se transformó en otro de súplica.

 

—Piria, te adoro —pronunció con acento emocionado—. Estoy loco por ti. Dime que alguna vez han de contemplarme con amor tus ojos.

 

—Nunca —contestó orgullosamente la sacerdotisa—. Soy la esposa del sol. Vete de aquí y no vuelvas.

 

—Piria,... yo... te juro que...

 

—Sal, aléjate de este lugar que manchas con tu presencia — interrumpió airada—. Teme el castigo de la divinidad. Dominado por el gesto y la palabra de la joven, Montevil bajó la cabeza. Un segundo después desaparecía como tragado por la tierra.

 

La energía ficticia que había sostenido a Piria hasta ese instante, la abandonó. Sin fuerzas casi y temblando de pavor se recostó en un banquillo para reponerse.

 

Montevil se retiró descorazonado y pesaroso de su encuentro con Piria. El Sacerdote que le había ayudado a poner en ejecución su plan para ver a la muchacha lo hizo salir al exterior. Se dirigió a su casa haciendo proyectos y más proyectos. Ora pensaba raptar a la doncella, ora pensaba marcharse para siempre de su tierra. Olvidaría sus sueños de gloria, su ambición de ser el jefe supremo de la tribu. Comprendía que nada lograría alcanzar de la mujer que amaba tanto, aun cuando saliese vencedor en el Consejo. ¿Para qué entonces esforzarse? ¿Para qué luchar? ¿Para qué la riqueza y los honores si no podía conseguir a Piria?

 

En un estado de gran excitación llegó a su casa y se arrojó en su estera. Imposible conciliar el sueño. La figura de Piria llenaba su mente impidiéndole pensar en otra cosa, impidiéndole dormir. Creía que su cabeza iba a estallar. Agobiado se revolvía en el petate de un lado a otro. Quería escapar a la idea fija y obsesionante de Piria, pero la muchacha, sus ademanes, sus movimientos, toda ella estaba grabada en su cerebro; imposible reemplazarla con otro pensamiento.

 

En la mañana, algo más tranquilo, pidió consejo a uno de los guerreros, su amigo y confidente. Éste dióle nuevas energías y le convenció de que si deseaba a Piria, necesitaba primero adquirir la jefatura. Reanimado con las palabras de su amigo, se dispuso a continuar la campaña para ganar adeptos. Entre tanto Mani Yisu no perdía el tiempo. Había agrupado en torno suyo a todos los viejos, a los conservadores, a todos los que podían menos que mirar con horror las innovaciones que decían iba a realizar la gente moza si llegaba al poder. Después de aquella noche de su visita a Piria, Montevil no intentó verla de nuevo; esperaba el triunfo para presentarse ante ella en toda la majestad de su gloria, y salió vencedor.

 

Pasadas las fiestas con que se celebró la elección del nuevo jefe, éste avisó a los sacerdotes que iría al templo. Piria fue informada que debía presentarse con todas las sacerdotisas para recibir al triunfador.

 

Por muy ausente que ella viviera de las cosas mundanas, tuvo por fuerza que enterarse de la victoria de su enamorado. Por un instante se llenó de pavor, pero luego se soprepuso. —El sol que una vez me salvó, me librará de nuevas asechanzas —se dijo y tranquila esperó.

 

Desordenadamente latió el corazón del guerrero al ver nuevamente a la muchacha; y aunque ésta ni siquiera lo miraba, Montevil se juró a sí mismo hacerla suya por cualquier medio. La indiferencia de Piria avivaba su amor.

 

Como primera providencia hizo mil regalos a los sacerdotes. Ofrecióles tierras y riquezas para contribuir, según decía, al mejor servicio y prestigio del templo. Despertada de este modo la codicia de aquellos, poco a poco fue arrancándole concesiones. Todas fueron sin embargo, pagadas a precio de oro. Para conseguirlo, Montevil impuso nuevos tributos y declaró la guerra a sus vecinos para saquear las poblaciones. Logró adquirir un tesoro inmenso que en gran parte pasó a las manos de los sacerdotes del sol. Su jefatura que comenzó bajo auspicios tan favorables fue objeto del odio y la maldición del pueblo. Pero nada de eso importaba a Montevil. Iba derecho a un fin y ningún obstáculo lo detendría. En el templo tenía franca la entrada. Los culpables sacerdotes no podían aun queriéndolo, impedir sus visitas, ni tampoco que persiguiera a Piria con la eterna cantinela de su amor. Mas la niña permanecía irreductible y Montevil sentía crecer, agigantarse su pasión ante esa oposición sistemática y tenaz a sus más caros anhelos.

 

—Medita bien lo que haces, Piria —díjole un día exasperado—. Si no aceptas lo que te propongo haré dar muerte a tu padre. Fácil será para mí hacerle culpable de un delito que merezca la última pena. Recuerda que ahora soy el jefe y que nada se opone a mi voluntad. Y cuando veas su cabeza rodar por el polvo, entonces sabrás lo que cuesta no inclinarse a mis deseos. Tan horribles palabras hicieron estremecer a Piria que sollozante ocultó la cabeza entre las manos. Al verla así, templó su furor el mozo.

 

—Piria, Piria —díjole anhelante—. Acepta ser mi esposa. Mi amor por ti es inmenso. Pondré a tus pies todos los tesoros de la tierra. Te daré gloria y poder. Tú serás la dueña y yo el esclavo.

 

—Apártate tentador. Jamás podré quererte. Ayer pude admirar tu valor, tu orgullo y gallardía. Hoy, tú y tu funesta pasión me dan miedo y me repugnan porque tus manos están manchadas de sangre. ¡Hasta aquí han llegado los clamores de tantos y tantos inocentes sacrificados a tu insensato amor, a tu codicia! Sé de tus crímenes, y de las traiciones cometidas con los caciques a quienes llamabas tus amigos. ¡Has destruido mi vida, mi felicidad! ¡Que muera mi padre, que perezca yo, antes que tus impuras manos se acerquen a mi cuerpo!

 

Y como él quisiera abalanzarse sobre ella, sacó el cuchillo que desde la primera visita de Montevil llevaba siempre consigo. —Si das un paso, caeré muerta a tus pies. Ahora sal, y no regreses jamás.

 

—Has vencido Piria, pero te acordarás de mí. Días más tarde, los redobles del tambor anunciaban al pueblo que se imponía a un hombre de alta alcurnia la pena capital. El temor se apoderó de todos. ¿A quién le habrá tocado el turno ésta vez?, se preguntaban medrosos. Poco después vieron con espanto caer destrozada por los golpes terribles de la maza, la noble cabeza de Mani Yisu. Piria lloró mucho cuando lo supo, considerándose culpable. Pero se tranquilizó, cuando en sueños vió a su padre feliz en un lugar muy bello. Le hizo una señal, y ella cual ligera pluma, se elevó al reino del sol.

 

Una mañana en que un sol esplendoroso doraba las cumbres de las verdes y azules montañas, Piria paseaba por el jardín del templo. Recogía un botón caído cuando sintió tras sí una respiración jadeante. Volvió la cabeza asustada y contempló el rostro descompuesto de Montevil. Al ver retratados en su faz sus groseros apetitos, huyó. Casi alcanzada por su perseguidor, se acercó al borde del obscuro y profundo precipicio. Allí cayó exhausta.

 

— ¡Oh sol —imploró— sálvame!

 

Montevil loco de deseo fue a estrecharla entre sus brazos; mas se detuvo no dando crédito a sus propios ojos. Piria estaba al borde del abismo, pero al recibir sobre sí los rayos del sol, se hizo parte de la roca misma. Así la vió yacente, inmóvil, perfilándose en la piedra viva, los contornos de su rostro bello y de su cuerpo grácil. Y mientras así dormida para siempre recibe la india al paso de los siglos los besos suaves de su dios a quien se consagró, Montevil, herido de locura repentina, destrozado su cuerpo y su alma pecadora en las profundidades de la sima, quedó convertido en un torrente de ondas impetuosas. Y todas las mañanas se escucha cerca de la India de Piedra que duerme un sueño sin fin, el rumor de las aguas que corren lanzando un sollozo y una imploración.

 

Es la voz de Montevil, que en las honduras de la tierra, expía el delito de haber amado a una esposa del sol.

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  • La tepesa

 

Una joven india de singular belleza fue seducida por las falsas promesas de matrimonio, de un españolito buen mozo y tenorio consumado. De estas relaciones ilícitas nació un niño.

Como la gente, que todo lo sabe y todo lo ve, comenzara a dudar de la indiecita, ésta concibió el horrible proyecto de enterrar vivo a su hijo.

—No, de ese modo no —le dijo una vieja bruja—, yo te diré cómo has de deshacerte del pequeño.

Guiada por la bruja, la moza colocó al chiquitín en una batea y lo arrojó a la corriente de un riachuelo que corría por entre espantosos despeñaderos.

Pero el niño no murió. Vive para remordimiento eterno de su madre y así pague su delito. Vive, para que el recuerdo de su llanto, siempre escuchado a orillas de los ríos, lleve a todos los corazones el recuerdo de aquella mujer.

En la soledad vinieron los remordimientos a atormentar a la muchacha y desesperada se juró a sí misma buscar a su hijo hasta encontrarlo.

Se presentó al sitio donde había arrojado al chiquitín y allí, como en el corazón del río le pareció oír el llanto del pequeño.

Loca de angustia y de dolor corrió más allá, pero nada. El eco había volado para repetirse aún más lejos.

 

Así comenzó su peregrinación infructuosa, llena el alma de desesperación y cuajado de lágrimas el rostro. En su interminable rodar por las selvas, cambió sus vestiduras por un manto delicado tejido con sus propios cabellos; y de su llanto inagotable,

sus lágrimas cristalizadas por la pena, engarzadas en los párpados alargaron sus pestañas hasta los pies. De sus suspiros y contracciones del alma sólo ha quedado un gemido muy especial:

¡pum… pum…!

En el momento preciso de su fuga, la india fue sorprendida por un vecino anciano, y éste irritado la maldijo añadiendo:

— Te pesa y te pesará.

Desde entonces su conciencia le repite sin cesar, te pesa, te pesa, para enrostrarle lo horrible de su falta. Y ha sido tal su obsesión, que ha huido de los hombres, porque siente que cada uno le dirá él te pesa martirizador. Y ha buscado refugio en las

selvas, pero inútilmente; el viento que silba, la fuente que corre, el pájaro que canta en la rama, las hojas que se agitan, la naturaleza toda le dice en sus mil bocas él te pesa lacerante y humillador, pues jamás, ni siquiera un instante vuelve a convertirse en lo que fue. Una linda y joven mujer.

 

 

 

 

 

 

 

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  • El entierro y el animal

 

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José María González y Juanita del Castillo formaban una pareja feliz. Hacía unos pocos años que se habían casado y tenían ya, además de dos hijitos como dos ángeles, blancos y rubios, una buena casa en el campo, una extensa heredad y una hacienda de ganados de las más grandes de la comarca, la que era no sólo su fortuna sino, además, su orgullo; especialmente para Doña Juanita, orgullosa por naturaleza y por tradición, como que, hija de padre y madre españoles y ricos, había estado siempre acostumbrada al lujo y al poder, lo que sin embargo no impedía que fuese una buena esposa, amorosa, trabajadora y muy fiel, aunque un poco dominante. José María, por su parte, descendiente directo también de españoles pero pobres, era el tipo del hombre trabajador hasta el exceso, económico hasta la exageración, honrado a carta cabal y por lo tanto sencillote e ingenuo.

Él le daba a su esposa todos los lujos que la fortuna de ambos les permitía; pero siempre, como era la costumbre de la época (y que todavía persiste entre los campesinos de la región), enterraba a hurtadillas sus piezas de oro y monedas de plata cada vez que podía, hasta que llegó a reunir una gran cantidad de dinero en esta forma, sin que nadie, ni siquiera su esposa, se diera cuenta. Y de esa plata no tocaba ni un real. Prefería pasar cualquier apuro antes que tocar una de esas monedas. Aun hoy día no es raro ver entre los campesinos, que han conservado mejor que nadie las tradiciones y costumbres de nuestros antepasados, algún viejo, pobremente vestido y viviendo miserablemente, que al morir deja un cántaro lleno de plata. Parece que al enterrar el dinero se desarrolla una psicología especial en el dueño del tesoro, que goza con la contemplación de él, de vez en cuando, y siempre con el pensamiento de tenerlo ahí; y sufre también con el celo y la obsesión por conservarlo intacto, los que alcanzan a veces extremos increíbles.

Así le sucedió a José María González. Tenía una fortuna enterrada en la tierra pero no quería tocarla y ése fue el origen de su desgracia.

Aconteció que llegaron por esos días a Las Tablas unos Garcías, gente preparada y muy ladina, de seguro provenientes de algún pueblo más adelantado; muy bien trajeados, de hablar fácil y de maneras distinguidas. Parecían gente muy importante. Trabaron amistad con don José María a quien pronto fascinaron con sus modales y éste les brindo la hospitalidad más cumplida y generosa. Los Garcías habían venido a ventilar algún asunto de negocios y necesitaron, de momento, un fiador. Naturalmente la persona más indicada para tal fin, ahí en ese pueblo, extraño para ellos, vino a ser don José María y éste, sin pensarlo dos veces, les salió de fiador. Cuando le contó a la esposa lo que había hecho, ésta, como mujer al fin, desconfiada,

Le desaprobó la acción, diciéndole que a lo mejor esos hombres quedaban mal y él tendría que pagar la fianza. Las nuevas pronto corrieron por el pueblo de lo que había

hecho don José María por los forasteros y aunque, a la verdad, a muy pocos les importaba un bledo lo que pudiera pasar, todos decían lo mismo: “que don José María tendría de seguro que pagar esa plata”. Algunos se lo decían a él mismo pero la mayoría se lo decía a la señora. Y como los forasteros se fueron un buen día sin despedirse siquiera (“anochecieron y no amanecieron”, decía la gente), se redoblaron los cuchicheos y habladurías: “lo que es don José María tiene que pagar esa plata. Y tendrá que vender todo el ganado porque es mucho el dinero de la fianza y el ganado no vale nada”.

La señora estaba nerviosa y enojadísima; y el pobre don José María, nervioso también, no supo ni cuándo empezó a vender sus ganados, en la certeza de que, efectivamente, tendría que pagar y cuanto antes, mejor. Vendió el ganado de La Garita, el del Llano del Río, el de Las Coloradas. Doña Juanita, que al principio era de las que lo molestaban más con la “cantinela” de que tendría que pagar, trató ahora de pararlo, diciéndole que era una locura lo que hacía, que no siguiera vendiendo; pero en vano; el hombre siguió vendiendo ganado, terrenos y todo. Ella entonces lo amenazó con dejarlo si seguía deshaciéndose de todas las propiedades.

—Te has vuelto loco, y vamos a quedar en las latas”, le decía doña Juanita.

— Y yo me voy de aquí. A mí no me verán pobre en Las Tablas, no señor.

Don José María, a pesar de que tenía su tesoro enterrado, no hizo caso y siguió vendiendo. Era verano y algunos ganados estaban ya en la sierra. A la sierra se fue, pues, a buscar el resto de la hacienda para venderla.

La señora decidió irse. Averiguó cuándo había salida de canoa y se fue a la Villa a cogerla; se fue y se llevó los dos hijitos. Le dejó la llave de la casa a su cuñada Petra.

Cuando don José María regresó, encontró la casa cerrada y sola. Corrió a casa de su hermana y supo la mala nueva. Precipitadamente se fue a Los Santos, en busca de su esposa y sus hijitos. Le pidió por favor que volvieran; le aseguró que con el dinero que él tenía enterrado había para comprar todas las haciendas de Las Tablas; pero fue en vano todo, pues la señora no le creyó la historia del “entierro” y “lo que era ella, no era verdad que la verían pobre en Las Tablas”.

Decepcionado regresó don José María a su casa. La canoa salió de Los Santos y en ella salió doña Juanita con los dos niños; pero ya el viento norte era muy fuerte y el mar se picaba mucho. Un señor llamado Montiano le contó, pocos días después, a don José María, cómo la canoa se había volteado y se había hundido apenas hubo salido un poquito mar afuera. Montiano era pasajero también de la malhadada canoa y uno de los pocos sobrevivientes del naufragio. “Había encontrado a doña Juanita luchando con las olas dos veces: la primera, llevaba los dos hijitos pegados a sus ropas; la segunda vez ya la mar le había llevado uno de los niños y quedaba uno todavía agarrado de ella; después ya no volvió a verlos más”.

Don José María lloraba y lloraba, en silencio. Se acostó a morirse de pena y efectivamente no duró mucho tiempo. Cuando ya sintió llegar la hora de la muerte llamó a su hermano Juancho y le dijo:

—Hermano, Dios me ha castigado por mi avaricia o mi ignorancia. ¡Mi pobre Juanita y mis pobres hijitos muertos en esa forma tan dolorosa y triste!… pero bien, me queda el consuelo de que ya no voy a durar mucho.

Hizo una pausa y prosiguió luego:

—Yo tengo un entierro de oro y plata y quiero que lo saque, pero la mitad del entierro debe entregársela a Juan Pablo, el hermano menor de Juanita, porque de ella era la mitad de mi fortuna; ella tenía algo cuando nos casamos y me ayudó también a trabajar.

En la puerta del potrero de “El Cocal”, junto a un guapo cansaboca, hay dos botijas llenas de oro y plata, enterrados. Entre las dos botijas hay también enterrada la cacha de una daga que le puede servir de guía. Lleve a Juan Pablo con Ud. la noche que vaya a sacar el entierro y divida con él.

…..

Se murió don José María. Pasaron “las nueve noches” y los rezos y las misas. Una noche temprano, Juancho convidó a Juan Pablo para que lo acompañara a “El Cocal” a sacar “un entierro” de su hermano José María. Una vez en el lugar indicado por el difunto, comenzaron a cavar y al poco tiempo encontraron la cacha de la daga; le entró la codicia a Juancho y pensó que era mejor cogerse todo; así es que dijo a Juan Pablo:

—Mi hermano me habló de dos botijas llenas de oro y plata, pero parece que estaba delirando porque lo que ha dejado es una cacha de daga vieja. Si Ud. quiere seguir escarbando, siga solo que yo me voy.

Juan Pablo, que era apenas un muchacho de trece años y que les tenía miedo a los muertos, no quiso “ni pensarlo”, quedarse ahí solo. Así es que regresaron al pueblo. Como a media noche volvió Juancho solo a escarbar el entierro y “él que da el primer coazo a la tierra, y una voz trapajosa que le dice: eso no es lo tratado, compadre”. Juancho cayó fulminado del susto, perdió el habla y el sentido y quedó allí exánime por mucho tiempo. Cuando volvió en sí ya era casi de día y se fue corriendo a buscar a Juan Pablo y le contó lo que le había pasado.

—Vaya a sacar Ud. el entierro, que yo no lo quiero—le dijo a Juan Pablo; pero Juan Pablo tampoco lo quiso y ahí se quedó el entierro por mucho tiempo.

Desde que sucedieron las cosas que dejo relatadas empezaron a verse fantasmas en la puerta del potrero de don José María.

Los que pasaban de noche por el camino real de “El Cocal”, al pasar frente al sitio donde estaba el entierro, veían a veces una luz que corría por el llano: otras, la sombra blanca de un hombre, “de seguro el ánima de don José María”; y, a veces, las dos cosas y “otros aparatos” más.

• • • • •

Pasó mucho tiempo. Pasaron los lutos. Ya pocos se acordaban de don José María. Llegaron las fiestas de Santa Librada ese año. El primer día de toros, en el portal de la casa de Agustina González, en la esquina de la plaza, al lado de la iglesia, estaba ésta con su tía Petra, la hermana del difunto, viendo los toros. Había mucha gente en el portal, del campo y del pueblo; pero entre toda la gente llamaba la atención una muchacha empollerada y cargada de toda clase de prendas: peinetas de balcón, cadenas chatas, mosquetas de perlas, sortijas, etc.

Agustina se quedó observando a la muchacha y de pronto agarró a doña Petra por el brazo, mientras le decía, temblando y palideciendo de nerviosidad: “Mire, mire tía, allá”.

—¿Qué te pasa, muchacha, has visto a un fantasma? —dijo la señora.

—Allá, esa muchacha, tía. Esa muchacha carga una cadena del cofre de tío José María. ¿Ud. se acuerda, tía, de aquella cadena con los doblones de oro y la cruz grande y el escapulario de oro? Mírela, mírela, ésa es la misma. Doña Petra reconoció, en efecto, la cadena, que ella había visto entre las prendas de su hermano. Ésa era indudablemente la prenda. “¿Cómo la habría obtenido esa niña?”Averiguó quién era y supo que era hija de un señor Juan Ramírez, hombre “pobrecito”, que de la noche a la mañana había hecho fortuna.

Efectivamente, Juan Ramírez era un agricultor humilde que trabajaba muy duramente para sostener a su mujer y a sus hijos. Súbitamente este hombre, que estaba casi en la miseria, había empezado a prosperar y a muchos llamó la atención esa prosperidad: “¡Juan Ramírez con pantalón negro de casimir y camisas blancas muy finas; con sombrero blanco y montando caballos de a cien pesos! ¡Reyes, el hijo, jugando plata, cortejando muchachas de las familias más acomodadas; y su hija, luciendo prendas y joyas riquísimas!” La familia Ramírez había subido como la espuma. Pero no pasó mucho tiempo cuando empezó a correr el rumor de que Juan Ramírez estaba loco; que no dormía de noche; que se le oía hablando cosas incoherentes; que no dormía nunca en la misma casa sino que se iba y pedía posada en alguna casa vecina, hoy en una, mañana en otra. Y así se fue poco a poco, primero en el pueblo y sus alrededores; después de campo en campo. Un día, en el Sesteadero, le pidió posada a

Bartolo Cárdenas y como se levantaba a cada rato y volvía a acostarse y no dejaba dormir, el dueño de la casa le preguntó:

— ¿Hombre Juan; qué es lo que le pasa a Ud. que se para cada rato? ¿Qué es lo que tiene que no lo deja dormir?

—Vea, amigo Bartolo, ya no aguanto más. Voy a contarle a Ud. lo que me pasa—respondióle Juan Ramírez—. Lo que a mí me pasa es que me persigue un ánima.

— ¿Cómo es eso, No Juan?

—Como lo oye. A mí me persigue el ánima de José María González y me sigue por todas partes. Hizo una pausa. Bartolo estaba asustado pero se animó a pedirle que continuara.

— ¿Ud. se acuerda de las abusiones que salían en el potrero de Ño José María? Bueno, una noche yo iba por el camino real del Cocal y al enfrentar a la puerta del potrero de Ño José María vi un bulto por la parte aentro de la cerca. Yo taba muy pobre y muy jodío; así que me dispuse, dentré y conjuré el ánima de Ño José María. Cuando me le acerqué al bulto, oí que me dijo:

“—Juan, ¿quieres tener plata?, ven para decirte dónde está. “Yo lo seguí y me llevó a un lugar, al pie del guabo cansaboca que hay ahí.

“—Escarba aquí —me dijo— pero antes vamos a hacer un trato.

“Y yo jice el trato con el muerto pero no he cumplío

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